La gente de Nueva York, demonios y ángeles en la misma caldera |
escrito por Gustavo Armenta | |
domingo, 04 de noviembre de 2007 | |
En Nueva York nada sorprende. Es una ciudad habitada por gente circunspecta, loca, estrafalaria, neurótica y a veces agresiva. Pero también las hay amables y dispuestas a ayudar los miles de turistas que a diario recorren sus calles. El visitante lo mismo se puede topar con ríos de gente que a cualquier hora recorre Times Square, con su espectáculo de anuncios de neón, o la Quinta Avenida, que con una estatua de Benito Juárez en un céntrico jardín.
2007 Noviembre 4 La gente de Nueva York, demonios y ángeles en la misma caldera Las ciudades son la gente que la habita. Esta gran urbe tiene muchos atractivos, pero el mayor espectáculo que en ella se puede encontrar está en la calles, en sus pobladores y visitantes, en el ir y venir de esas muchedumbres Nueva York. Este agosto, los días en Nueva York fueron implacablemente calurosos. Luz y vehemencia solar que rebotaba por todos lados en esta ciudad de precipicios artificiales donde la gente habita en su fondo, como cañones de gigantescas paredes en cuyo lecho los ríos son humanos o de luces de autos durante las noches o de oscuridad pétrea o de neón o de todo al mismo tiempo. Bastaba caminar un par de cuadras al mediodía para que el sudor chorreara por la frente o humedeciera la espalda. A cambio de las quemantes mañanas y tardes, regalaba noches cálidas, entrañables, para disfrutar al aire libre del espectáculo de fulgores que siempre ofrece, pero que no en todas las épocas se puede gozar de esta manera. Por eso, después de cenar subimos al bar de la azotea del hotel Peninsula. Desde ahí, Nueva York se muestra inconmensurable, inefable como todas las grandes metrópolis que por las noches se transforman en un océano de luceros, de chispazos que se unen para dibujar un desierto radiante, fosforescente, vivo, muy vivo. Al tercer Martini me levanto al baño. Los mingitorios empotrados están frente a las puertas de los excusados. Mientras miro la pared, detrás de mí, al interior de una de esas puertas, escucho una voz inteligible que trata de reprimirse, un susurro, algo que parece un quejido, pero proviene de una voz tan aguda que llama mi atención. “Hay hombres con la voz delgada”, pienso. Pero el sonido se repite y toma forma, entiendo algunas palabras en inglés que realmente no dicen nada, pero ayudan a imaginar. Sigo en lo mío cuando esa puerta se abre, se vuelve a cerrar, y a mi espalda suena un taconeo. Una enorme y casi perfecta mujer negra, trepada en altos tacones y untada en un caro y ligero vestido floreado que se termina antes de la mitad de los muslos, sale a paso lento, mirando las espaldas de los que estamos ahí, partiendo plaza. Todo se vuelve un gran silencio. Afuera del baño hay una pequeña sala y cuando paso por ahí la veo, sentada, con las piernas cruzadas, relajada, imperturbable y hermosa, presumiendo todo eso que dios le dio, esperando a alguien. Esto es Nueva York, me digo, a quién le importa, es parte de su folclor. Y regreso a mi Martini, a respirar el aire de la noche tibia, a la plática con los amigos, a morder la aceituna. ***** Hace varios años salí con prisa y demorado de un hotel que ya no existe porque lo desapareció el S-11, para llegar a tiempo al teatro. Cuando por fin conseguí un taxi, lo primero que vi fue el turbante del chofer. Los taxistas en Nueva York suelen ser gente hosca originaria de cualquier parte del mundo, de silencios perpetuos y mirar receloso. Durante el trayecto, no hice sino mirar el reloj, preocupado no tanto por quedarme fuera la primera parte de la obra, sino porque yo traía los boletos de entrada de un amigo y su mujer que seguramente estaría furioso helándose en la banqueta en esa noche de otoño. Y así era. Cuando llegamos lo miré por la ventanilla, inquieto como león enjaulado, dando vueltas para amortiguar el viento frío, energúmeno. El taxímetro marcó 19.60 dólares y pagué con un billete de veinte. De inmediato abrí la puerta del auto y el taxista me detuvo para darme los cuarenta centavos de cambio; más por ahorrar tiempo que por darle una propina, simplemente le dije que se los quedara. El tipo abrió los ojos como luna nueva, rojos, encendidos, y mientras soltaba una catilinaria en hindú, encolerizado me arrojó con fuerza las monedas, no como un simbólico acto de rechazo, sino tratando de hacerme daño. Me petrifiqué, no porque me hubiera lastimado con las monedas que finalmente rebotaron en el asiento, sino porque nunca en mi vida, a pesar de que ya había sido corresponsal de guerra, sentí una violencia de tal magnitud. No una violencia física, sino una violencia moral irradiada desde una gran frustración social, desde un arraigado rencor producto de quien vive fuera de su patria, de quien emigró buscando el sueño americano y no lo consiguió, de quien realiza un trabajo que no le gusta, pero tiene que hacerlo para sobrevivir, porque difícilmente esa sociedad le permite opciones mejores. Baje del taxi sin decir nada, impactado por ese pobre hombre. Después de esa experiencia, los reclamos coléricos de mi amigo me parecieron poca cosa. ***** Cuento todo esto porque Nueva York, al igual que cualquier otro destino del mundo, grande o chico, famoso o no, más allá de lo que pueda ofrecer al viajero en arquitectura, monumentos, museos, gastronomía, vida nocturna o paisajes, se identifica por su gente. Si uno es lo que come, las ciudades son la gente que la habita. Esta gran urbe tiene muchos atractivos, pero el mayor espectáculo que en ella se puede encontrar está en la calles, en sus pobladores y visitantes, en el ir y venir de esas muchedumbres que a toda hora caminan por sus principales avenidas, que llenan las enormes tiendas, que se dan un respiro en los bares y restaurantes, que hacen larga filas para conseguir un boleto para alguno de los teatros. Turistas y nativos se mezclan en un mismo caudal. Se distinguen porque los primeros avanzan con calma y miran hacia arriba son asombro; mientras los segundos suelen andar de prisa con la vista al frente sin inmutarse. Así, el forastero suele detenerse en Times Square para observar por unos minutos al hombre que, buscando unos dólares, asemeja a una estatua y se mantiene inmóvil mucho tiempo en una posición difícil; al artista callejero que monta su estudio en la banqueta de Broadway para pintar, a la vista de todos, llamativos paisajes con aerosoles; o a los músicos sudamericanos que, ataviados con ropa típica de sus países, en plena Quinta Avenida tocan sus quenas y venden sus discos compactos. En los días fríos, Nueva York se convierte en una pasarela de elegantes abrigos, guantes y bufandas, pero en las semanas calurosas los shorts y blusas cortas hacen su aparición con todo desparpajo. Cada quien inventa su moda, sin importar si le va o no. Nadie se fija en el otro ni lo critica, convirtiendo las calles en una fiesta multicolor de atuendos que dejan mucha carne a la vista. Pero no todos son de carne y hueso. Nueva York tiene su Olimpo particular donde moran sus dioses omnipresentes, a los que adoran y perdonan todas sus culpas. Por eso es posible ver a Donald Trump, aunque sea en grandes espectaculares sobre las azoteas de los edificios no muy altos, o al mismísimo Frank Sinatra en un escaparate, donde por 35 dólares se puede comprar una foto suya cuando, muy joven, fue fichado por la policía. ***** Camino Nueva York durante horas, desde la Quinta y la calle 55 hasta la Novena, de ida y vuelta. Tomo fotos de la ciudad y su gente. Al final del recorrido decido dar una vuelta por Central Park, donde habitualmente también hay muchos neoyorquinos retratables. Me uno a un grupo de turistas que espera la luz roja para cruzar hacia el parque. A cuatro metros de mí se detiene una mujer gorda que pasea un par de perros. Le tomo una foto y me volteó para tomar otra de las calandrias. Estoy en eso cuando escucho gritos, pero no hago caso. Los gritos se acercan hasta que distingo un “¡Don´t take me pictures!”. Cuando giro hacia la mujer que grita casi choco con ella y en ese momento me arrebata la cámara y la estrella contra el piso. Después me sigue insultando y se aleja. Sólo miro los rostros asustados de los turistas que presenciaron la escena. Trato de encontrar algún policía, pero ninguno anda por ahí. Aún no salgo de mi asombro cuando una chica neoyorquina amablemente me pregunta si estoy bien y me ofrece una disculpa como si ella hubiera sido la culpable de que mi cámara esté hecha pedazos en el suelo. Es Maria, una fotógrafa profesional de origen polaco que, aunque sea para recordar la desafortunada anécdota, tomó fotos del incidente. Me pide mi correo electrónico y por la tarde me envía una de las gráficas. No hay duda: Nueva York es una ciudad habitada por demonios neuróticos, pero también por ángeles que se aparecen cuando uno menos los espera. DETALLES Para no olvidar *Por 65 dólares se compra un City Pass, que sirve para entrar a varios lugares que, pagando la entrada en cada uno, el gasto sería de 130 dólares. *Una buena opción para volar a NY desde la Ciudad de México es Continental, llegando al aeropuerto Newark: continental.com/mexico. *El hotel Peninsula es uno de los mejores de NY. Su sitio web es: www.península.com. MINIAGENDA Qué visitar *Para quien visita NY por primera vez, lo obligado es conocer la Estatua de la Libertad, el Empire State y el mirador Top of the Rock, dentro del Rockefeller Center. *En lo que se conoce como Midtown, hay que visitar Time Square, Carnegie Hall, la Gran Terminal Central, el edificio Chrysler y la Catedral de San Patricio, además de recorrer la Quinta Avenida. *Greenwich Village es un barrio de ambiente bohemio, lleno de antros, bares y pequeños restaurantes. *Un restaurante curioso, famoso por lo enorme de sus porciones, es Junior´s. Hay uno en la calle 45, a media cuadra de Broadway. *Y un buen sitio para cenar es el restaurante Uncle Jack´s, en la Novena Avenida: www.unclejacks.com. En Nueva York nada sorprende. Es una ciudad habitada por gente circunspecta, loca, estrafalaria, neurótica y a veces agresiva. Pero también las hay amables y dispuestas a ayudar los miles de turistas que a diario recorren sus calles. El visitante lo mismo se puede topar con ríos de gente que a cualquier hora recorre Times Square, con su espectáculo de anuncios de neón, o la Quinta Avenida, que con una estatua de Benito Juárez en un céntrico jardín. Los policías también son parte del paisaje urbano, así como los turistas comprando recuerdos en los puestos de ambulantes que se instalan en las esquinas, regularmente atendidos por inmigrantes latinos o asiáticos FOTO: ATM Milenio Diario. Suplemento TornaVuelta |
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Modificado el ( sábado, 01 de marzo de 2008 ) |
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