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Los mercados de Oaxaca, una experiencia mágica PDF Imprimir E-Mail
escrito por Gustavo Armenta   
domingo, 26 de agosto de 2007

Los mercados de Oaxaca, una experiencia mágica

Tlacolula no está muy lejos de la capital. Aquí el mercado se pone en domingo. Es el día en el que se encuentran, desde hace siglos, los pobladores de las regiones aledañas. Unos llegan a vender lo que cultivan o fabrican y otros a comprar o a intercambiar por lo que ellos llevan


Oaxaca.
Cuenta la leyenda que Carlos Salinas de Gortari y Manuel Camacho Solís se conocieron muy jóvenes en un mercado de Oaxaca. O al menos eso afirmaba un político oaxaqueño que presumía haberlos presentado, cuando ese par gobernaba este país a finales de los 80 del siglo pasado y muchos apostaban a que el segundo sucedería al primero en la silla presidencial. Pero no fue así y esa es ya otra historia.

El padre de la antropología económica, Bronislaw Malinowski, que ya en 1922 afirmaba que “No hay ningún aspecto de la vida primitiva en el que nuestro conocimiento sea tan precario y nuestra comprensión tan superficial como en la economía”, se dejó seducir por los mercados de Oaxaca y, a principios de los 40, junto con su colega Julio de la Fuente, realizó un estudio sobre cómo funcionaba la economía de los mercados del Valle Central.

En 1971, la Southwestern Anthropological Association patrocinó un simposio en Tucson, Arizona, donde los estudiosos se reunieron para hablar sobre la “Economía y Sistema de Mercados de la Región de Oaxaca”.

Y cuatro años después, la Universidad de Austin publicó el libro: “Mercados en Oaxaca”, donde se expone el trabajo realizado por Martin Diskin y Scott Cook.

¿Qué han encontrado todos esos hombres en estos mercados que, a simple vista, parecerían un tianguis más de los muchos que cada fin de semana vemos en cualquier ciudad de México?

Historia, magia, tradición, sincretismo y cientos de años acumulados de costumbres que ni el paso del tiempo ni la modernidad de los métodos comerciales han logrado romper en esta región del sur del país, pudiera ser la respuesta.

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Santo Domingo Ocotlán es un pequeño poblado a 29 kilómetros de la ciudad de Oaxaca, donde los jueves es día de mercado. Llegamos y el primer indicio de que no se trata de un tianguis como cualquier otro es la imagen de un hombre moreno que con tenis y gorra cuida la hilera de guajolotes y gallos que, tendidos en la banqueta, con las alas amarradas al cuerpo levantan la cabeza en espera de quien los compre. Son grandes guajolotes de largos cuellos rosados y plumas blancas y negras, cafés y grises, que gorjean al unísono formando un curioso coro de lamentos como si se supieran listos para el matadero.

En la plaza, llama la atención un largo puesto de cacerolas y jarros de barro, pichanchas de barro negro, platos de todos tamaños y molinillos de madera que, contrario a la idea que despiertan en un turista, no se trata de artesanías sino de utensilios que la gente de aquí usa cotidianamente para cocinar y comer o adornar sus casas.

El mercado no está dentro de un inmueble sino en la calle y la mayoría de los objetos se exhiben sobre el suelo. Los primeros puestos están bajo el rayo del sol, pero el tianguis va tomando forma con los techos de plástico que los comerciantes ponen para protegerse y así conforman pasadizos donde el visitante casi sin darse cuenta se va adentrando absorto en mirar todas esas cosas que pensaba ya parte del pasado, pero que aquí siguen muy vivas.

La sucesión de objetos y comida es fascinante y seductora: petates para sentarse o dormir, de diferentes tamaños según sea la edad; hatos de ocote, esa madera resinosa buena para iniciar fogatas o encender comales; trozos de cal para las tortillas; enormes cazuelas con tejate, bebida fresca elaborada con maíz, cacao blanco, huesos de mamey, flor cacao y azúcar; monturas y estribos de cuero labrado; pulque y tepache; todo tipo de chiles, semillas y especias; tlayudas y una infinidad de frutas que pintan de todos los colores el sitio; panes y dulces; camarones secos, chapulines, yerbas y flores. Mil cosas cuyos aromas, olores y tonalidades hierven en el aire caliente y se meten por todos los sentidos: llenan los ojos, inundan el olfato, se impregnan en la lengua, rozan la piel y zumban en los oídos, en una sensual orgía de sensaciones imprevistas.

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Intencionalmente o no, el mercado desemboca en la iglesia del pueblo, cuya advocación es, obvio, a Santo Domingo. De fachada azul pastel con detalles blancos y ocres que resaltan las columnas adosadas y los nichos que guardan santos de cuerpo entero, está recién pintada y remozada gracias al patrocinio del pintor Rodolfo Morales, desaparecido hace no mucho tiempo. En la iglesia hay un peculiar cuadro de la Virgen María niña, acostada en su recámara. El silencio que impera en el interior se hace más grande en un cuarto adyacente donde los fieles adoran una enorme corona de espinas. Es un cuarto de regular tamaño y muy poca luz, en cuyo centro se encuentra un tronco con ramas cortas y gruesas y algunas hojas, resguardado por una valla de fierro adornado con floreros con rosas rojas y flores blancas y amarillas. En la punta del tronco yace la corona de espinas.

Formando un círculo a su alrededor, hay reclinatorios con terciopelo rojo donde los indígenas se arrodillan y oran en susurros con gran devoción. La poca luz que entra, lo circular de la disposición de los muebles, los rezos que nunca cesan y se prolongan como una nota sostenida en voz muy baja y el canto a capela de una anciana, le confieren al recinto un halo muy especial, como de ritual, como de secta. La gente, todos indígenas, rezan con profunda fe, abstraídos en su entrega al objeto adorado, hipnotizados, y su ininteligible rezo entre dientes se convierte en un murmullo que se mezcla con la penumbra, en un sonsonete rítmico que adormece, en un mantra colectivo.

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Tlacolula tampoco está muy lejos de la capital. Aquí el mercado se pone en domingo. Es el día en el que se encuentran, desde hace siglos, los pobladores de las regiones aledañas. Unos llegan a vender lo que cultivan o fabrican y otros a comprar o a intercambiar por lo que ellos llevan. Tlacolula es un pueblo más grande que Ocotlán y, por lo tanto, también el tianguis es más grande.

Al adentrarnos en los pasillos techados, las visiones son muy diferentes. El corredor más impresionante es el de comida cruda, donde venden carnes, tasajo, cecina, chorizos, cebollas y jitomates, cuyos expendios forman dos hileras en ambas banquetas. Pero el ritual es comprar esa comida y asarla ahí mismo en los anafres encendidos con carbón que al centro de la calle integran una larga fila. Uno junto a otro, cada anafre produce su propia humareda al contacto de la carne con el calor del carbón al rojo vivo, humo que choca en el techo, que no es muy alto, y se esparce por todos lados. Así se forma una atmósfera de olores encendidos y vapores que trastocan los pocos haces de luz que logran penetrar por los resquicios, fabricando una neblina caliente que distorsiona lo que los ojos ven y que transporta a un universo de fragancias gastronómicas que alteran los sentidos.

Así son los mercados de Oaxaca, un mundo aparte que rebasa a la imaginación y llena de fulgores el ánimo. Son una experiencia imprescindible de vivir cuando se visita este estado tan lleno de tantas cosas, pero sobre todo de magia, de esa magia auténtica que sus etnias e incluso sus mestizos han sabido poner a salvo, para salvarse ellos mismo y preservar su identidad.

Oaxaca es otro México, uno de los mejores que tenemos, y mucho vale la pena dedicarle unas vacaciones o un largo viaje porque hay mucho que ver, hay mucho que conocer, hay mucho que aprender, hay mucho que sentir.

DETALLES

Para no olvidar

* A la mayoría de los indígenas de Oaxaca no les gusta que los retraten, pero al recorrer los mercados la tentación de tomar fotografías es muy grande. Así que si lo haces, procura ser discreto.

* La experiencia de recorrer alguno de estos mercados no debe limitarse a la observación. Resulta mucho más rica si pruebas un poco de todo lo que vas encontrando a cada paso, hasta sentarte en una mesa con mantel de plástico y coloridas flores, para comer ahí mismo. Es muy sabroso y barato.

* También es recomendable llevar una bolsa grande, porque igualmente hay muchas cosas que comprar.

MINIAGENDA

Por venir

-Oaxaca es una tierra rica en tradiciones ancestrales. Una de sus fiestas más interesantes es la celebración del Día de Muertos, el 1 y 2 de noviembre.

-Previamente, los días 30 y 31 de octubre en los mercados son los más concurridos del año, ya que son aprovechados para hacer las compras de los materiales para los festejos y la decoración de los altares de muertos.

-Es costumbre en Oaxaca recoger muertos (las frutas y alimentos de los altares) una semana después, formando parte de alguna comparsa de disfraces, bailando de casa en casa y festejando “la vida de la muerte”.

-Más información:

Oaxaca.travel

PIE DE FOTO

Lo alucinante de los mercados de Oaxaca se conforma tanto por lo que venden, como por sus costumbres y la gente que participa en ellos. Es común la venta de cal en piedra, como los metates de piedra porosa que se acostumbran dar como regalo de bodas; por eso están adornados con leyendas como: “Recuerdo de mis padrinos”.

Si te animas, no dejes de probar los chapulines asados, que en una tortilla recién hecha, con limón y una buena salsa o guacamole son sensacionales. Tampoco dejes de probar el tejate; en Oaxaca hace mucho calor y esta bebida ancestral, además de que tiene buen sabor, es muy refrescante.

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Modificado el ( jueves, 13 de septiembre de 2007 )
 
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