Menu Content/Inhalt
 
Inicio arrow Libros arrow Los Cazadores de Campeche
Advertisement
Los Cazadores de Campeche PDF Imprimir E-Mail
escrito por Gustavo Armenta   
domingo, 01 de octubre de 2006

2006 octubre 1

HISTORIAS DE ÉXITO SOBRE LA CONSERVACIÓN DE LA VIDA SILVESTRE Y SUS HÁBITAT EN MÉXICO

 

Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales

 

LOS CAZADORES
DE CAMPECHE

  

Gustavo Armenta


CAPÍTULO 1


Comerse el mundo a puños

 

Créeme que estoy bien feliz –dice Aurelio mientras mira caer la noche sobre la selva que rodea a su pueblo. El pueblo que él fundó hace catorce años. La gente que aquí habita no se parece a la del lejano lugar de donde viene, pero le gusta. Desde que llegó, le agradó la selva, esta selva, pero más que nada su gente.

--Dicen leperadas, pero no les ves ese brillo en los ojos que tienen los chilangos cuando te van a joder –vuelve a decir y sus ojos se van a otra parte, patinan sobre las copas de los árboles blanqueados de luna que hacen un horizonte, y siguen su camino hasta llegar a otros árboles que no son como éstos, a otras noches distantes, despojadas del calor tropical que aquí todo lo envuelve. A su memoria vienen aquellas noches en la sierra de Guerrero cuando montaba guardia y pasaba fríos recordando su casa, extrañando a su madre, añorando a su novia, sin más compañía que su Val automático, pensando, sólo pensando, preso de la nostalgia. Tristeza que lo seguía a la barraca cuando acababa su turno en la imaginaria y que no lo dejaba dormir, a pesar de que apenas y tenía unas cuantas horas para perderse en el sueño.

Pero esas no eran las peores noches. Había todavía otras. Cuando sonaba el toque de queda y nada de fumar ni hacer ruido, porque estás en el monte y no sabes si alguien acecha detrás de la oscuridad; mucho menos después de las nueve cuando tocaban a silencio y se suponía que ya la tropa debía estar dormida. Pero cómo dormir, tan lejos de su hogar y sus afectos que ni siquiera saben dónde anda porque está en una misión secreta. En esas horas nada más los problemas y los pesares le vienen a la cabeza. Y no lo dejan.

Aurelio se metió de soldado para salir de pobre. Otros se enrolaron nomás por experimentar, pero él no. En eso pensaba cuando afuera sólo cantaban los grillos. Tenía seis años cuando su padre campesino emigró con toda la familia a la Ciudad de México y dejó la tierra para convertirse en obrero. Había que sobrevivir. Aunque en realidad no llegaron a la mera capital, se buscaron un cuarto en Tlalnepantla, luego se fueron a Tultitlán, de ahí a Tultepec, a donde llegó ya de adolescente y se casó a los pocos años. Recuerda esos años siempre viviendo en zonas marginadas, sin poder estudiar todo lo que quería, sin lograr mejorar. Pero había que salir adelante, su papá tenía que conseguir el sustento para la mujer, los dos niños y las seis niñas. Por eso su mamá lavaba y planchaba en dos casas, aparte de la suya; porque su papá, a pesar de que ya era líder del sindicato de la aceitera La Colón, que después se llamaría La Maravilla, sólo ganaba cuatro mil pesos a la semana. Y ni juntando todo el dinero alcanzaba para mucho.

Así Aurelio llegó al segundo de secundaria, pero ya no pudo seguir porque le pedían libros y útiles que no podía comprar. Mejor optó por trabajar. Un compañero se acababa de meter al ejército y le dijo: “ahí pagan bien”. Y era cierto. Como soldado raso comenzó ganando quince mil pesos, de aquellos viejos pesos, casi el doble que su padre.

--Empecé a meter dinero a la casa y se vio la mejoría. Ya podía ayudar a mis padres, igual a mis hermanos, aunque yo soy el cuarto de los hijos, pero la situación cambió. Lo malo es que tuve que dejar el estudio –se lamenta.

Pero a partir de ahí la existencia le fue otra. Por esa razón aguantaba la afligida vida de la milicia que, no obstante, tenía sus compensaciones más allá del dinero. A ratos también era feliz. Pero de eso platica después. Primero habla del sufrimiento, de lo duro que era estar en el monte, con la mugre acumulada en la piel después de dos meses sin un baño, comiendo pura ración seca de dos tortas y dos naranjas al día. ¡Cómo deseaba entonces estar en su casa, junto a su madre!, aunque fuera comiendo nada más frijoles, pero con su mamá.

--Y no, no se puede. Tienes que estar ahí, aguantando todo aquello. Por eso no aspiré a ningún rango, ni quise permanecer en el ejército –piensa en voz alta.

Pero cuando estaba feliz, gozándola, sentía que no había nadie en el mundo como él. Cómo se le llenaba el pecho cuando salía a la calle uniformado y veía que muchos jóvenes de su colonia lo veían con fascinación y aprecio, igualito que cuando él era niño y veía a la tropa, desde entonces le nació la gana de ser soldado algún día; pero más le agradaba la mirada de las muchachas que lo veían y cuchicheaban entre ellas riéndose y escondiendo la mirada.

--Estés feo o no, el uniforme te hace guapo –asegura.

En esa época era un joven de diecisiete años orgulloso de ser soldado. Sentía que la vida le sonreía, que estaba en su momento y que todo lo que hacía estaba bien.

--Más que nada lo haces bajo un régimen que es la autoridad del de más arriba. Como decían, ahí no hay pantalones tuyos sino los de arriba y siempre te inculcan eso. Entonces lo crees, crees que así está bien, que estás haciendo lo correcto –recuerda Aurelio.

Eso le daba poder y el poder le hacía sentir que era alguien, ya no uno más igual a todos. Eso también le gustaba. Porque veía cómo imponían la ley y el orden cuando había manifestaciones, como cuando ese Clutier, el que fue candidato presidencial por el PAN en mil novecientos ochenta y ocho, intentó hacer una en el Zócalo. Ahí aplicaban lo que les enseñaban: a formarse en una línea primero y luego abrirse en cuña para dispersar a la multitud, para controlarla, sin desesperarse, manejando la situación con tranquilidad. Eso era lo que lo hacía sentirse alguien, alguien superior a los que están afuera del cuartel.

Acostumbrado a vivir en zonas marginadas, en el ejército aprendió a valorarse a sí mismo. No porque se lo enseñaran, al contrario, ahí desde el primer día trataron de destrozarle la autoestima, orillarlo a que se convirtiera en un títere, pero a él cuando le decían que no podía hacer las cosas, era como si le inyectaran la idea de que sí podía y ya no había más obsesión en su cabeza que demostrar que sí podía. Esa presión le ayudó a subir su autoestima, la cual ya nunca perdió.

Por eso llegó a pensar que todo lo podía, a vivir una ilusión, una fantasía, la quimera de estar en combate.

--Ahora lo veo diferente porque ya tengo treinta y ocho años, tengo hijos, esposa, miras la vida de otro modo. Pero en ese tiempo, si hubiera habido esa oportunidad, yo creo que sí, porque estás en un mundo en el que todo lo puedes. Todos cuando somos jóvenes tenemos esa idea, comernos el mundo a puños –dice.

Y es que para esto aprendió defensa personal, a tirar y afinar la puntería, lanzar granadas, técnicas antimotines, dispersión de manifestaciones, antiterrorismo, sobrevivencia y legislación militar. Pero nunca llegó a combatir, sólo se dedicó a detectar sembradíos de amapola o marihuana, a montar retenes en las carreteras para descubrir droga y armas en los vehículos. No más. La guerrilla en Chiapas llegaría después, pero ya no estaría en el ejército para cumplir su sueño. Anhelo que le nació con la ideología que le inculcaron, porque la Patria es tu mamá, el Gobierno tu papá y la Bandera más que nada tu todo. Eso le imbuyeron y por eso vivía. Ahí no había padre ni madre ni hermanos, ahí sólo era él y el gobierno, y su rifle era su esposa, porque no se abandona para nada ni se presta.

--¿Combatir?, no lo dudas ni cinco minutos. Porque ahí estás y es una terapia diaria, diaria, en la que estás como tropa, trabajando veinticuatro por veinticuatro, si no había encuartelamiento. Entonces digo que no lo dudas, sí lo harías –asegura.

Piensa que con los cadetes del Colegio Militar es todavía peor, porque si él como tropa, como soldado raso, por lo menos tenía libertad de salir cuando terminaba su turno, en la escuela son tres años de estudio, con un régimen más estricto de un descanso cada ocho días, sin autoridad hasta que se gradúan como subtenientes.

Pero pasaron tres años en el Tercer Batallón de Policía Militar en el Campo Número Uno y un día se aburrió de ser soldado raso, de ser soldado. Se hastió de escuchar todos los días, a las seis de la mañana, la historia de los Niños Héroes para que entendieran que no hay nada mayor en la vida que ofrendar la vida por la patria, y se fastidió también de la eterna discusión que se suscitaba entre la tropa, de que si el niño fue héroe porque evitó que la bandera cayera en manos enemigas, o de que si fue un cobarde por no agarrar el fusil y ponerse a echar balazos.

Así fue que una mañana se cansó de estar lejos de casa, de pasar meses en la sierra o acuartelado lejos de su ciudad, de su hogar, sin poder comunicarse con su familia. Ya había estado en mil novecientos ochenta y seis en Ciudad Juárez, cuando el problema del PAN y el PRI; estuvo también en Gómez Palacio, en Iguala, en Aguascalientes, en Hermosillo.

--Estuve en todos esos conflictos. Entonces ves que llegó un límite y quieres salirte ya. Porque tu mentalidad ya cambió, ya estás más maduro porque en el ejército vives de día y noche. De día, porque tienes que trabajar; de noche, porque estás en el acuartelamiento. No tienes vida normal, un momento de descanso con tu familia –se queja.

Se cansó de que lo despertaran para hacer guardia en medio del monte a la medianoche, justo cuando más dormido estaba, cuando más sueño tenía; de volver a acostarse a las tres de la mañana, para levantarse de nuevo a las cinco y media para alistar la mochila, para iniciar el duro día. De llegar a los poblados y ver en los ojos de los lugareños enojo y molestia, previendo que estaban ahí para restringirles muchas cosas, para intimidarlos, aunque no dijeran nada, con su sola presencia. No era una cosa dulce, ni fácil.

Se había casado estando en el ejército y se hartó de no poder ver a su esposa más que cada quince o veinte días, y eso si es que no lo arrestaban un mes por cualquier cosa; de no poder hacer planes con ella, de vivir sin navidades ni años nuevos. Así que un día dijo: bueno, como experimento ya está. ¡’Ámonos pa’ fuera! Y solicitó su baja en mil novecientos ochenta y ocho.

Regresó al mundo normal. Lo primero que hizo fue aventarse tres meses de vacaciones. Nunca habían tomado unas y todavía no tenían hijos, así que se fue con su mujer a visitar a la familia de Veracruz. Allá, frente al mar, se dedicó a tratar de olvidar lo vivido, a volver a ser una persona como cualquier otra. Pero no fue sencillo. Hubo noches de soñar pesadillas, de despertarse sudoroso buscando su uniforme para vestirse.

--Eso tarda. Yo dilaté como un año para poder cambiar mi forma de vivir. Diario era lo mismo, me levantaba a las cuatro o cinco de la mañana y a querer mi uniforme, a querer vivir esa vida apresurada, y ya no era así –recuerda.

Después vino lo peor. Lo atacó la nostalgia de lo que quería olvidar, que es la peor de las nostalgias. La añoranza fue tan grande, que cayó en la depresión. Fuera de la milicia sentía que ya no era nadie.

Entonces llegó casi el masoquismo. Comenzó a extrañar los excesos de sus superiores, las mentadas de madre, los gritos de que era un inútil, de que no servía para nada, porque eso lo motivaba. Cuando le espetaban: “¡tú no puedes!”, en silencio él mismo se decía: “¡sí puedo!” y se auto exigía demostrarlo, aunque la prueba fuera extenuante, como cuando corrían maratones de veinte kilómetros cargando su equipo pesado, rifle, casco, municiones, todo, muchos kilos sobre la espalda, peso que se agrandaba cuando cruzaban por albercas y salían empapados. Pero no se rendía, seguía adelante mirando a muchos otros que lloraban y renunciaban reventados por el cansancio. Muchos por esa razón se dieron de baja o simplemente desertaron. “Yo ya no aguanto”, decían y ya no volvían.

--Pero yo al ver eso sentía que si me salía así, iba a defraudarme a mí mismo, que no iba a cumplir mi meta; entonces, por el contrario, aquello me impulsaba más a continuar –explica.

Todos esos recuerdos se le venían de golpe cuando en las madrugadas se despertaba turbado, listo para irse, y se percataba de que ya no tenía que ir a ningún lado a esa hora, que podía seguir dormido hasta tarde. Entonces sentía que ya no era nadie y lloraba en la oscuridad y el silencio, sin lograr adaptarse a ese mundo nuevo. ¿Qué voy a hacer? ¿En qué voy a trabajar?, se angustiaba pensando.

--Pero sí puedes, porque estás capacitado para todo, pero no quieres ver lo que puedes, sino quieres seguir haciendo lo que hacías –dice.

Regresó a su casa y se puso a buscar trabajo. En esas andaba cuando le llegó la gran oferta: entrar a la policía judicial. Pero nada más por no hacer sufrir a su mamá, dijo que no.

--Porque en ese tiempo no había como hoy, que los derechos humanos ni nada. Los judiciales eran prepotentes, más que ahora. Y como decía un amigo: “yo no me meto de judicial porque todavía tengo madre”. Eso es lo primero que te ofertan. Pero yo veía que los que se metían se hacían más malas personas, porque o eres o te haces; ahí o marchas o te sales de la fila. Y nunca pensé hacer eso, tal vez porque la etapa de agresividad pasa. Tres años te cambian, te hacen maduro, aunque tengas veinte años ya estás maduro. No te digo todos, pero mis compañeros que se metieron de policías eran más déspotas, más tremendos y eso mismo te ocasiona que no te juntes ya con ellos, porque a lo mejor no eres ese tipo de persona –platica.

Mejor se puso a buscar empleo, pero nada le satisfacía. Como obrero, fue de una a otra empresa. El retiro que le iban dando en abonos en Banjército le ayudaba. Trabajó primero en una fábrica de mangueras como ayudante de operador, pero no le agradó el ambiente y renunció. Y no es que le huyera a la chamba, desde niño siempre buscó cómo ganarse unos pesos. Boleaba zapatos, vendía chicles en la calle, cantaba en los camiones.

--Es una experiencia bonita porque, te digo, el trabajo te hace mejor persona, te hace más centrado y no tienes por qué sentir pena por lo que hiciste o dejaste de hacer, porque el verdadero valor lo tienes adentro. Cuando deseas progresar y quieres a tu familia, vas a hacer lo posible. Eso es cuando, pienso yo, eres mejor persona –dice.

Y no sólo hacía eso. Todavía niño se iba a las construcciones para tratar de ser albañil. Estaba al tanto y, cuando veía que llegaba una loza, es que iba a haber un colado.

--Señor, deme chance –le pedía al maistro de obras.

--Estás muy chavito, no puedes trabajar.

--Aunque sea con la pala, lo que sea, pero deme chamba –insistía y sí le daban. Hasta que ya pudo cargar el bote con cemento y así sintió que subía de categoría.

Cuando entró a la secundaria, estudiaba y trabajaba. Por las tardes se iba a una gasolinera a despachar por las puras propinas para tener sus propias cosas, comprarse ropa. Pero, sobre todo, para depender de sí mismo, no de alguien.

--Siempre ha sido mi dicho, y mi vida ha sido así, que si tienes algo, algo vales; si no tienes nada, vale. Eso es lo que me ha llevado a seguir adelante –explica.

Por eso cuando pasó de soldado a obrero no le asustó ganar menos dinero. Eran los tiempos de Fidel Velázquez, el legendario líder obrero de la CTM, al que por mucho tiempo se le creyó inmortal. Cuando Aurelio entraba a trabajar a una compañía bajo el yugo de ese sindicato, sentía que era un robo lo que les pagaban. Los sueldos eran bajos, bajísimos, no alcanzaban para nada. Aparte del aburrimiento, esa fue otra de las razones por las que renunció. Ingresó a otra donde manejaban bronce y cobre, pero también duró poco tiempo. Después siguió otra de estructuras y mallas, y tampoco. Fueron varias hasta que llegó a una que se llamaba Arancia, en Tlalnepantla, propiedad de unos señores árabes apellidados Aranguren.

--Y allí, pues sí, porque me trataban con respeto, con dignidad. A los ocho meses me gané la planta y al año ya fui operador de envasamiento. En mil novecientos noventa mi sueldo era de seiscientos pesos semanales, más horas extra, los días festivos los pagaban triples. Estaba muy bien esa empresa, muchas prestaciones. El Día del Niño te daban juguetes, pero no así que unos muñequitos, no, carritos grandes, de esos Fisher Price, para los chavitos. Nos daban cursos para mejorar. Te decían “¿quién se quiere quedar dos horas extra para subir de nivel a la máquina fulana?” Sabías que esa máquina era mucho más difícil, pero ellos te ofertaban, pagándote, dos horas diarias de tiempo extra para que tú aprendieras a ser operador de esa máquina. Yo lo encontré fascinante porque nadie te ofertaba eso, nadien, sin importar si eras moreno, güero o chaparro, si eras religioso o no. Y para uno, pues dos horas extra sin darle nada a la empresa, sino que ellos te daban tu enseñanza, era bastante bueno. Y, si te quedabas, te daban una despensita para que comieras ahí.

En Arancia trabajó muy contento durante dos años, hasta el día que en un viaje a Huyotlitan, su pueblo natal, oyó hablar del Programa, y decidió renunciar.

*****

CAPÍTULO 2

 

¡¿Quieres que nos vayamos

a vivir a la selva?!
Aurelio nació hace treinta y ocho años en Huyotlitan, un pequeño pueblo ubicado entre Calpulalpan y Apizaco, en el estado de Tlaxcala. Ahí están sus raíces. Es una localidad de campesinos, de artesanos que hacen cazuelas, conservas de tejocote y capulín, y pan de fiesta. También hay quien cría vacas, borregos y hasta ganado bravo. Únicamente vivió seis años ahí y por eso recuerda poco. Pero no olvida una niñez muy pobre, descalzo, vestido con pantalones cortos y una camiseta. No conserva la imagen de cómo era Huyotlitan en aquellos días y de su casa se acuerda de un patio grande cercado con alambre de púas y de que toda la vivienda era un solo cuarto de adobe, como de cuatro por cuatro metros, con tejamanil y zacatón, y un fogón de barro donde hacían lumbre, que en su tierra llaman tlecuil. Vagamente recuerda también que había una iglesia en el pueblo y se evoca a sí mismo jugando con sus perritos en el campo. Pero ya de ahí no recupera más.

Su abuelo era ejidatario, pero se dedicó a la carpintería y a hacer hijos. Tuvo nueve. Murió cuando el papá de Aurelio era un niño de cuatro años. Su padre creció sin padre y también sin madre, porque lo crió su abuela, junto con dos hermanos, porque ella tenía dinero, guardaba centenarios y monedas de plata. Pero nunca les dio estudios. Cuando crecieron, no les quedó de otra más que ser agricultores.

--Antes no había la procurancia de que el hijo fuera estudioso o alguien en la vida. Así fue la vida de mi papá. Por eso creo que ver que éramos una familia numerosa fue lo que lo motivó emigrar, a buscar una mejor existencia en México –explica.

Ya en la gran ciudad la vida fue otra vida. Vivían en vecindades y a veces duraban ahí un año, a veces un mes y se mudaban de nuevo. Así fue hasta que, ya cuando Aurelio tenía diez años, su papá compró un lote y comenzó a construir una casa propia.

Aurelio se enroló en el ejército a los diecisiete años y a los dieciocho contrajo matrimonio con Juana Islas Hernández, un año menor que él. Muy jóvenes ambos. Se casó porque ya no tenía más aspiraciones personales que formar una familia. La pobreza lo había truncado, la urgencia de llevar desde muy chico dinero a la casa le robó su sueño de ser veterinario. No hubo quién lo apoyara, ni manera de que tuviese una mejoría, ni oportunidades, ni nada. Ráscate con tus uñas, le espetó desde muy temprano la vida.

La familia creció pronto. A los diecinueve años de edad fue padre de una niña. Año y medio después le nació el primer varón, pero el tercero llegaría seis años más tarde. Y ya. Evitó repetir la historia de su abuelo y de su padre, pobres y llenos de hijos. No. Lo que él vivió no lo quiso para los suyos, por eso sólo tuvo tres. 

Un día murió la abuela en el pueblo. El padre de Aurelio era su sucesor en el ejido y, para no perder el derecho que tenía a las siete hectáreas que le tocaban, renunció a la empresa donde trabajaba en el Estado de México y regresó a Huyotlitan. Se convirtió en ejidatario. Una tarde escuchó que había un programa de colonización en el que regalaban tierras, pero solamente aceptaban a quienes no tuvieran y, como él no podía, se lo platicó a Aurelio una mañana que llegó para bautizar al hijo de un primo.

Aprovechando que ya estaba allá, Aurelio asistió a una reunión con el diputado que andaba promoviendo el programa ese de parte de la gobernadora Beatriz Paredes. Lo escuchó y le pareció bien, aunque había que emigrar a Campeche, allá estaban las tierras prometidas.

--Quiero voluntarios. Se les va a pagar pasaje y todo. El que guste ir, que vaya, ustedes deciden –les dijo.

Aurelio no conocía Campeche ni en foto, no sabía siquiera dónde estaba. Al llegar a su casa buscó en un mapa y luego en un Atlas leyó algo sobre el lugar, las costumbres de su gente, sus tradiciones.

Las palabras del diputado animaron a Aurelio, le avivaron la imaginación, le inyectaron la ilusión de una nueva vida, diferente, mejor, lejos de la ciudad que ya no le gustaba. Estaba hastiado de la urbe y de su gente, de todo. Pensó en su mujer y en sus hijos, se miró en el futuro y se asustó, se vio trabajando toda la vida en una empresa ganando un sueldo miserable, con sus pequeños igual que él, haciéndose viejo. Cuando ese día llegue, ¿qué voy a hacer?, se preguntó. Se miró en la realidad de su padre, que tanto le cuidó la espalda al patrón y al final le dieron una liquidación de ocho mil pesos por muchos años de servicio, a pesar de que ahí dejó su juventud, de que siempre le fue fiel a la empresa. Nunca se lo agradecieron. 

--En la Ciudad de México no hay la posibilidad de crecer. Tienes tu empleo, tu caja de ahorro, tu seguro de vida y tus compensaciones, pero así como ganas, gastas. Es una vida muy ajetreada, está caro todo y la situación es difícil si no tienes una preparación, si no eres licenciado. Si no tienes una carrera corta o un título que te ampare, pues no la vas a hacer. Siempre vas a ser un obrero, carne de cañón. Tengo mis cuñados y, hasta la fecha, están igual que cuando me vine a Campeche. En los dieciséis años que llevó acá no han podido mejorar, viven al día y las esposas trabajan también. Y los hijos, que ya le salió uno mariguano, que la niña con su domingo siete. Todo eso como que lo visualicé. Todo eso a mí me decía que no era mi lugar allá y yo ya estaba aburrido de la ciudad. Mi esposa nació en el DF, en Vallejo, ahí se crió. Ella no conocía el campo, nada, y sin embargo, ahora no se quiere ir –recuerda.

Ante esa reflexión, pidió un permiso de ocho días en su trabajo. Él llevaba la representación de varios compañeros y, junto con otros nueves dirigentes de grupo y un representante del programa, tomaron un camión a Puebla y luego otro que los llevó hasta la ciudad de Campeche. Después de una noche entera de camino, llegaron a las diez de la mañana.

--Nos fuimos directito a un hotel que se llama López, ahí nos entrevistamos con Dagoberto León, de Tlaxcala, el dirigente que estaba acá de coordinador del grupo. Descansamos y al otro día nos fuimos en una camioneta a conocer las tierras.

Pero las famosas tierras eran nueve mil seiscientas hectáreas de puro monte, selva pura, de la que llaman mediana, de la que cambia de hojas en época de secas, que apenas estaban comenzando a desmontar con maquinaria pesada. Ahí mismo les dieron una plática, les explicaron. Aurelio tomó muestras de tierra y fotografías del lugar, tenía que regresar con algo qué mostrar al resto de su grupo que se había quedado en Huyotlitan. Estuvieron en Campeche cuatro días y diario fueron a ver los que iban a ser sus terrenos. También visitaron los pueblos más cercanos, como Laureles, una comunidad de colonizadores guatemaltecos; San Luciano, que no se logró, desapareció poco después y luego se refundó como San Miguel de Allende, con emigrados guanajuatenses. También tuvieron un día para turistear, caminaron la ciudad y visitaron la imponente ciudad maya de Edzná.

Paradójicamente, a pesar de haber andado de un lado para otro de la república con el ejército, Campeche era el único estado que le faltaba conocer. Y le encantó. Todo aquello le pareció bonito, fantástico, con futuro. Vio cosas que nunca había visto. Como uno de esos días en que andaban conociendo las tierras y se toparon con tres lugareños que cargaban sendos venados que acababan de cazar. Platicaron con ellos y los observaron destazar un animal para cocinarlo en pib. Les dejaron tomar fotos.

--Aquí no te mueres de hambre. Hay muchos animales y el maíz se da en tres meses –le dijeron. Pero no les creyó mucho.

--¿Una cosecha de maíz en tres meses? ¡Están locos! –pensó. Y no era que fuera un experto, es más, nunca había sido agricultor, tenía la teoría pero no la práctica, mas algo aprendió cuando anda con la tropa. Nunca llegaban a las ciudades, siempre acampaban en los pueblos y se hospedaban en las escuelas o en las comisarías y platicaba con la gente, se iba a las tiendas y conversaba, le decían qué vendían, cómo lo cosechaban, a dónde lo llevaban. También había aprendido algo de su papá, que de vez en cuando le comentaba cosas del campo. No obstante, todo aquello lo hizo fantasear y le sembró la semilla de que tal vez ahí estaba ese futuro que buscaba. Por eso guardó puñados de tierra, preguntó todo lo que se le ocurrió, cuándo llovía, cuánto llovía, qué se daba, qué no se daba, en cuánto tiempo, qué animales había.

Ilusionado, regresó a Huyotlitan con muchas ideas brincándole en la cabeza. A los del grupo que representaba, les platicó lo que había visto, les enseñó las fotografías y los montoncitos de tierra que se trajo para que supieran de qué color era.

--Comenté lo que tenía que comentar, enseñé lo que llevábamos y lo discutimos. “Vamos a pensarlo”, dijeron algunos y el que decidió venirse se vino y el que no, no.  De ese grupo nos vinimos una parte y otros que se agregaron. De los doscientos ochenta que éramos, quedamos cincuenta y seis –narra.

Pero no tuvieron mucho tiempo para meditarlo. El diputado nada más les dio diez días. Era a la de ¡ya! ¿Te gustó la idea?, pues ármate tu grupo y jálale, no hay que cavilarle.

Desde que salió de Campeche, Aurelio ya venía convencido de regresar, porque le gustó la forma de vivir de la gente. Y mantuvo su decisión a pesar de las dudas de sus padres.

--Mira mijo, está muy lejos y es nada más un programa. No sabemos a qué le tiras y vas a dejar tu trabajo –le advirtieron. Y eso, renunciar a su empleo, fue lo más difícil, porque ya se había ganado a pulso la planta, porque después de mucho tiempo tenía por fin la seguridad de un trabajo donde planeaba ir prosperando y llegar a percibir un buen sueldo. Emigrar, por segunda vez en su vida, significaba tirar a la basura todo lo que había ido construyendo con sacrificios y lanzarse a 

una aventura, a la nada, porque como le podía gustar su nueva vida, podía que no. Pero lo tentaba esa tierra verde y frondosa que había respirado y la promesa del diputado de darle veinte hectáreas de ésas, listas para el cultivo, una casa, un pozo de agua, caminos.

También lo platicó con su esposa. A ella, muchacha urbana de toda la vida, no le parecía lógico dejar todo, aunque fuera poco, para irse a vivir a la selva a trabajar una parcela; ni ella ni su marido habían sido nunca campesinos. Para ella la ciudad lo era todo.

--¿Selva? ¡¿Quieres que nos vayamos a vivir a la selva?! Ahí hay culebras, animales salvajes, moscos y mucho calor, uno al que no estamos acostumbrados. ¡Tú estás loco! –le discutió.

Pero la decisión estaba tomada y ella la respetó. Aurelio le anunció a su familia que se iba a vivir a Campeche. Sin embargo, la aventura debía iniciar con él solo, así que le encargó su mujer y a sus dos pequeños a sus padres, la mayorcita que ya tenía como dos años y al bebé de unos cuantos meses.

A dieciséis años de distancia, Aurelio todavía recuerda perfectamente el día que dejó a su familia y su vida en la ciudad, para irse a buscar una nueva vida y un futuro a Campeche. Fue el primero de marzo de mil novecientos noventa. Esa mañana resultó triste y alegre a la vez. Alegre, porque iba en busca de un sueño. Triste, porque tuvo que despedirse de su mujer y de sus hijos, de sus padres y hermanos, de sus amigos, sabiendo que no los volvería a ver en un buen tiempo. Era algo que ya había vivido cuando estaba en el ejército, ya sabía lo que era separarse de sus seres queridos y no le asustaba, aunque no por eso dejaba de dolerle. Pero para eso le sirvió la experiencia acumulada y, dejando todo atrás, se concentró en lo que venía.

Los recogieron por grupos en cada pueblo. Junto con otros catorce hombres de Huyotlitan se concentró a la una de la tarde en la cancha de básquetbol. Ahí se reunieron, con sus maletas y las familias que los fueron a despedir. Llegó la camioneta y los llevó a la ciudad de Tlaxcala, a la Coderi, una oficina del gobierno estatal. Ahí les dieron instrucciones, dinero para el pasaje y en los mismos vehículos salieron para Puebla, donde tomaron el ADO que tenía por destino Campeche. Iban a cargo de un funcionario.

Durante las horas del largo trayecto, Aurelio tuvo mucho tiempo para ensimismarse. Iba lleno de buenos presentimientos, pero también de incertidumbre. Optimista, vivía el momento. Pensaba que iba hacia una parte del sureste que no conocía, estaba ansioso por ver los venados en libertad, por conocer la mejoría que seguramente lo esperaba. Pero también imaginaba que esa selva era diferente a las que conocía, a la de Veracruz y Oaxaca, diferente a los bosques del norte. ¿A qué se iba a exponer, qué secretos le tocaría descubrir? La vacilación ante lo ignorado lo asaltaba. ¿Qué va a pasar? ¿Qué gente iría a encontrar? ¿Realmente le iría a gustar? ¿Se adaptaría a condiciones tan diferentes a las que estaba acostumbrado? Tenía confianza, pero no lanzaba las campanas al vuelo, nunca en la vida había sido aficionado a soñar temprano, mantenía los pies en la tierra y eso lo inundaba de incógnitas y temores. Aunque al mismo tiempo le alentaba imaginar un mejor futuro para su esposa y sus hijos, le reconfortaba sentir que ya no iba a trabajar para nadie, ya no ser empleado de una empresa, ser su propio patrón, decidir por sí mismo.

Luego de dieciocho horas de trayecto arribó a la capital campechana, sin más equipaje que su pequeña maleta con algo de ropa, utensilios personales y mil pesos, y se fueron directo a ver al líder que estaba a cargo de la operación. En total llegaron doscientos ochenta jefes de familia de varios municipios de Tlaxcala. Había de Huyotlitan, de Calpulalpan, de Santa Ana. También les agregaron tres familias provenientes de Veracruz, que llegaron un poco después. A todos los instalaron en barracas, unas cabañas largas de lámina de cartón con techo de palma, en el pueblo de San Luciano, donde vivieron el primer año. Les dieron botas, machetes y catres con los que fabricaron literas. Había un baño y una cocina comunales, ahí se bañaban y comían todos. Les daban alimentos y ellos se organizaron para repartir el trabajo. Formaron grupos de ocho gentes y se rolaban semanalmente las labores de la cocina; se dividían entre los que cocinaban y los que lavaban trastes. Había que hacer comida para más de doscientas ochenta personas. Era una friega pararse a las tres de la mañana para calentar un perolón y guisar cincuenta pollos para la comida. El desayuno era más sencillo, repartir un paquete de galletas, Nutrileche y Choco Milk que cada quien preparaba con agua caliente. No había mujeres. Una vez desayunados, iban a trabajar en los que ya eran sus terrenos, a desenraizar lo que estaban limpiando las máquinas. Se organizaron por brigadas: para atender la maquinaria, echarle diesel, engrasar y quienes iban a la ciudad por los víveres. Para Aurelio fue como regresar a la vida militar, esa convivencia no le resultó extraña, ya estaba habituado.

Para su manutención nada más les daban cuarenta pesos cada ocho días, como ayuda, que les alcanzaba apenas para un refresco o cigarros. Así les fue la vida durante los seis meses que estuvieron sin esposas. Cuando sus familias llegaron, les permitieron salirse de las barracas y construir unas casitas temporales de lámina de cartón, les regalaron una estufa de dos parrillas y un tanque de gas y les aumentaron a ciento cuarenta pesos su apoyo semanal. El gobierno sufragó los gastos del traslado de sus mujeres, hijos y algunos muebles.

A pesar de que era una comunidad de tlaxcaltecas vivieron una mezcla de culturas, porque provenían de diferentes regiones de su estado. Había del norte, del sur, del centro y del occidente, mestizos e indígenas que, además del español, hablaban dialectos. Por eso fue que tuvieron que ponerse de acuerdo para evitar las divisiones y constituir un grupo fuerte, compacto, pensando en que iban a fundar un pueblo que sería la casa común de todos. Gracias a esta filosofía, más que nada instintiva, pudieron resolver el conflicto que se suscitó cuando les incrementaron a ciento cuarenta pesos el subsidio, porque a los que no estaban casados les mantuvieron sus cuarenta pesos originales. Decidieron formar un fondo común y ahorrarlo para comprar tres autobuses, dos para las familias y uno para los solteros, en los que cada fin de semana salían a pasear y hacer compras a Campeche.

En esos días las cosas parecían ir bien, hasta que empezaron los problemas. De todo lo que el diputado les prometió, lo único que les cumplieron fueron las tierras, porque la casa nunca llegó y tuvieron que luchar por los pozos y los caminos. Para emigrar a Campeche, muchos habían vendido su casa, sus muebles, sus animales y luego se encontraron con que no era lo que ellos esperaban o que a sus esposas no les gustó el lugar y surgieron pleitos, tuvieron mucha presión y mejor se regresaron. Pero volvieron a Tlaxcala mucho peor de como habían salido, porque ya no tenían nada.

--Yo me dije: si tomé la decisión de renunciar, ¿qué voy a ir a hacer allá? Me vi acorralado, porque ahora cumples o cumples. Volver a empezar es difícil. Aquí tengo que hacerla. Me vaya bien o me vaya mal, tengo que quedarme. Nunca me ha gustado regresar derrotado –recuerda.

También hubo quien se regresó porque su pretensión no era la de tener tierras, sino una posición política para ganar dinero sin que le costara. Tuvieron varios dirigentes que manejaron las cuentas del programa como presidentes ejecutivos del Comité, que recibían depósitos de treinta mil, cuarenta mil pesos y abandonaron el puesto, huyeron llevándose hasta cien mil pesos, creyendo que ese dinero les iba a durar toda la vida, pero ahora viven en Tlaxcala mucho peor que entonces.

--Vimos malos manejos. Se hablaba en ese tiempo de muchos millones de pesos, por los cuales hubo manifestaciones en México, porque la gobernadora no cumplió. Aquí hubo mucho trasfondo de intereses, hasta que vino Beatriz Paredes, nos agarró a puerta cerrada y nos dijo: “señores, de todo el proyecto nada más quedan cien mil pesos. Si ustedes se los quieren tomar hoy, en un día, es su bronca; si los quieren alargar en un fideicomiso para mejoría de sus familias, es su bronca. Yo hasta donde pude los ayudé y los que vinieron por tierras, por tierras se van a quedar; los que querían hueso, ahí hay muchas carnicerías”. Así, pelonamente –recuerda Aurelio.

Y sí, muchos abandonaron, se fueron, no aguantaron. Porque no fue solamente eso, había otras cosas qué soportar. Como los escarnios de algunos viejos campechanos.

--¡A ver, las manos! ¡Enséñamelas! Chamaco, ¿qué haces aquí? Chilanguito banquetero, este trabajo es para campesinos, para hombres fuertes. ¡Tú no la vas a hacer aquí! –se burlaban.

Poco después de un año de haber llegado, de los doscientos ochenta pioneros únicamente permanecieron cincuenta y cinco, incluyendo a los veracruzanos. Se quedaron los que sintieron que ya tenían algo invaluable: las tierras. Su parcela era ya su patrimonio, pero echando a perder tuvieron que aprender que la tierra no es igual en un sitio que en otro. Descubrieron que era cierto, que por el clima en Campeche el ciclo del maíz es de tres meses y no de nueve como en Tlaxcala; que en su pueblo se da la haba, el trigo y la cebada y que en la selva no; que en Campeche crece bien el frijol negro.

--Cuando comenzamos quisimos sembrar lo que sembrábamos allá y vimos que unas cosas no se dan y otras sí, pero no se venden porque no tienen mercado. Entonces nos tuvimos que adaptar a lo que es la región –rememora.

Los que se quedaron mantuvieron su idea de un proyecto comunal, sabían bien que se necesitaban unos a otros para sobrevivir. Cuando empezaron a limpiar la superficie, lo hacían por tramos de cien hectáreas. Ese fue su primer trabajo, las brigadas laboraban conjuntamente para quitar las raíces que quedaban después del paso de las máquinas tumbando selva y luego para aplanar el terreno. El programa indicaba que acabando de limpiar cierta cantidad, se tenía que

sembrar igual, todos juntos. Cultivaron trescientas hectáreas de maíz y doscientas de frijol, pero eran de todos. Eso fue en mil novecientos noventa, cuando levantaron su primera cosecha. Habían sembrado en septiembre y para diciembre ya estaban recolectando; quedaban doscientos comuneros y con las utilidades de la venta pagaron fletes y el crédito bancario y lo que sobró lo repartieron a partes iguales. Les tocó de a tres mil pesos. Estaban felices, era una buena utilidad y apenas estaban comenzando.

--Para el noventa y dos entonces sí ya: “a ver, Aurelio Sánchez, vamos a dividir las tierras y éstas son tuyas, vamos a medir, vamos a poner unos trompos y esto ya es tuyo”, apuntado en un acta. Y así ya nos repartimos, limpio –cuenta.

Pero como el programa era de nueve mil seiscientas hectáreas para doscientas ochenta gentes, los cincuenta y cinco que se quedaron rápidamente vieron compensada su perseverancia. Se repartieron las tierras de los que se fueron y les tocó de a ciento cincuenta y cuatro hectáreas a cada uno. Así, de las veinte originales, su propiedad creció a ese número. Ya eran suyas. Destinaron poco menos de dos mil hectáreas para fundar su pueblo, con áreas de uso común, viviendas, huertos y solares, previendo un crecimiento poblacional y de servicios a futuro, como parques, escuelas, tiendas, iglesias, canchas deportivas, dispensario y lo que se pueda ofrecer. Hoy hasta un museo están haciendo.

Una vez repartidas las tierras, entonces sí, rásquense como pueda cada quien. Ahí empezó lo bueno porque ya cada uno trabajó para su santo. Prosperaría el que quisiera trabajar y el que no, pues sería por flojo que no le sacaría provecho al terreno. Entonces no tenían maquinaria, ni caminos, ni luz, ni agua. Todo eso les tardaría seis años en llegar. Por lo pronto, usaban quinquelitos de diesel para alumbrarse en las noches y debían caminar hasta cuatro kilómetros a las aguadas naturales para traer en botes el agua de lluvia. Igual tenían que acompañar a las mujeres para que lavaran la ropa en los aljibes que la propia selva construye.

--Sí se sufrió. Cuando yo llegué a este lote, se acababa de desmontar y era montaral secundario. Esta lámina que hoy tenemos en el techo de la casa está más o menos, pero la que teníamos en el pueblito, en San Luciano, la desclavamos y la reutilizamos para acá cuando nos cambiamos. Por donde quiera era una coladera y ya no había quién te ayudara, ya el gobierno nos había abandonado completamente. Tlaxcala se acabó. Dependías directamente de Campeche. Pero como no era ejido, nada mas era un Nuevo Centro de Población, sin papeles ni nada, estábamos propensos a que llegara un gandalla y dijera “esto es mío” –explica.

No obstante, reconoce que para las labores del campo recibieron asesoría de la entonces Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos.

--Ahí no tenemos queja, el estado se ha portado de maravilla. De hecho, vemos muchos más programas, más apoyos, más visitas técnicas de parte de nuestras autoridades acá que en Tlaxcala. Yo a veces viajo allá con mi familia y veo que están todavía sumergidos en un estado de caciquismo, de liderismo. Acá no, lo mismo que vale la autoridad valemos todos, porque la autoridad la ponemos todos. Sin pueblo la autoridad no es autoridad y nosotros sin autoridad no somos pueblo. Somos unificados. Eso nos ha servido mucho y aquí estamos –dice.

Su estructura de gobierno se basa en un Comisario Ejidal y un Comisario Municipal, con su respectivo Comité. A todos los eligen por votación cada tres años, sin que tengan nada qué ver con partidos políticos ni con el gobierno.

Cuando aprendieron que el maíz y el frijol se daban bien, buscaron otras variedades y sembraron caña, arroz, calabaza, soya, sorgo, cedro y caoba. Hicieron sus huertos de cítricos, mamey, zapote, guayaba y marañón. Otros sembraron pasto fino para ganado, aunque la mayoría optó por diversificarse con la soya, porque se vende bien en Mérida. Aurelio se decidió por el maíz, frijol y pasto, pero además le entró a la engorda de puercos y borregos. Hoy le venden a la Asociación Rural de Interés Colectivo, a Maseca, a Mi Masa, que son las grandes bodegas que les compran. Antes estaba Conasupo, pero ya no existe. También hay coyotes, pero cada cual hace negocio con quien quiere, aunque se queja de que los precios no son justos. Los precios de garantía desaparecieron, pero para ellos sigue siendo lo mismo. Los compradores ponen un precio base; por ejemplo, ahora de un peso con cuarenta centavos por el kilo de maíz, más una bonificación de veinte centavos y así al campesino nunca le pagan lo que debería ser. Si bien cobran a mil cuatrocientos pesos la tonelada, más doscientos pesos de la bonificación, sus costos son muy altos. Una hectárea se lleva tres mil pesos de inversión y hay temporadas buenas, como las de este año, en que dio cuatro toneladas. Pero cuando les pegó el huracán Isidoro, en septiembre de dos mil dos, quedaron incomunicados, la inundación llegó a los tres metros de alto y todo se perdió. Tuvo que llegar la Marina en helicópteros a dejarles víveres. O, al contrario, cuando hay sequía, sólo sale una tonelada por hectárea. En contraparte, la inversión es fija: por hectárea, la maquinaria para barbechar les cobra quinientos pesos; la semilla criolla que les regala el gobierno no sirve de mucho, sólo produce una tonelada, por lo que tienen que comprar de la buena que cuesta ochocientos cincuenta pesos el bulto de cincuenta y cinco mil semillas; por la sembrada hay que pagar doscientos pesos, la fumigada sale en cien, el saco de fertilizante de cincuenta kilos vale doscientos pesos y necesitan tres por hectárea; y la trilladora les cobra quinientos pesos por levantar la cosecha.

--Súmale. Más tu mano de obra –se queja Aurelio.

Por si fuera poco, los coyotes quieren pagar a nueve pesos el kilo de vaca. Por eso están buscando constituir una Unión y vender su producto a buen precio. En esto han avanzado. Ya pueden imponer condiciones. Los borregos los venden a particulares y únicamente en pedidos de sesenta cabezas para arriba. Y si las cosas no son fáciles ahora, mucho menos lo fueron en el principio. Todo lo que hoy tienen es producto de una lucha que es permanente.

--Nada ha sido gratis. Todo nos lo hemos ganado a pulso –afirma.

Hasta a los cinco años de haber llegado, el gobierno les dio los papeles que les acreditan que la tierra es suya. Pero no tenían agua. Hicieron un primer pozo que costó trescientos mil pesos, pero resultó secó. Ante el fracaso, todavía lograron que el gobierno de Tlaxcala lo pagara, pero seguían sin el líquido y ya nadie les iba a financiar otro pozo. Así que realizaron manifestaciones en Campeche y todos, menos diez, se fueron a acampar a la Secretaría de la Reforma Agraria en la Ciudad de México; hablaron con la prensa y presionaron. Allá estuvieron dos meses, viviendo dentro del edificio, ahí dormían y hasta cocinaban. Hasta que, de nueva cuenta, el gobierno tlaxcalteca puso más dinero. Y no sólo eso, también consiguieron firmar un convenio para que les abrieran un camino. Esa vez Aurelio no fue, era secretario del Comité y se quedó para coordinar las cosas en Campeche y para atender las necesidades de las familias de los que se habían ido al Distrito Federal. Lo mismo se preocupaba de que algún enfermo fuera atendido, que de las necesidades de dinero de las señoras. La lucha era de todos.

--Después entró un gobernador, Salomón Azar, que no nos quiso apoyar. Luego llegó José Antonio González Curi, que nos apoyó mucho –rememora.

Un día tenían sembradas cuatro mil hectáreas de maíz, a punto de la cosecha, cuando el presidente Ernesto Zedillo fue a inaugurar la carretera que pasa por el pueblo. Aquellos campos se veían muy bien, llenos de milpa, y el mandatario se impresionó al sobrevolar la zona, por lo que en su discurso alabó a González Curi y le prometió más apoyos. Aprovechando la situación, hablaron con el gobernador y le pidieron más cosas, pero estaba reticente.

--¿Qué pasó, nos lo merecemos o no? –le preguntaron retadores.

--Es que ustedes piden mucho –se defendió.

--¿Lo merecemos o no? –insistieron.

--No, pues sí –concedió al fin el gobernador.

--Bueno, pues entonces queremos otro camino, el de la entrada al pueblo –le dijeron.

Hoy tienen ya catorce años en este pueblo y la gente que viene de visita piensa que tienen treinta años porque ven agua, luz, caminos, carretera, casa de salud, kínder, escuela primaria, cancha, iglesias.

--Sí, se ha logrado mucho, pero lo hemos tenido que ganar a pulso –reitera Aurelio.

 

*****

 

CAPÍTULO 3

 

Yo mato, yo como y se acabó

Formalmente, Carlos Cano Cruz no es un pueblo. Las leyes lo reconocen como un Nuevo Centro de Población, que depende del municipio de Campeche. En este lugar, a ciento cinco kilómetros de la capital, de día arde un sol que ablanda la carne y la canícula es una plomada que se precipita sin piedad sobre la coronilla. Pero, a cambio, en invierno la selva regala unas noches frescas en el poblado, sosegadas, con un concierto inaplacable de grillos y chicharras que se apoderan del silencio y la oscuridad que reina a partir de donde mengua la medrosa luz de las bombillas de las casas y las calles de tierra. Aquí los cielos nocturnos son estrellados y las voces viajan con facilidad grandes distancias traspasando el canto de los insectos.

Pero Cano Cruz, como es mayormente referido, sin el Carlos, tiene la razón de su origen muy lejos de ahí, en tierras tlaxcaltecas, hacia el centro del país. Tlaxcala es el estado más pequeño de la república mexicana, con apenas el cero punto dos por ciento del territorio nacional. Con mucha gente y poco suelo para repartir, en mil novecientos ochenta y ocho enfrentó problemas de invasiones, pleitos entre grupos de campesinos que reclamaban tierras para trabajar. Los ejidos ya no alcanzaron y los hombres comenzaron a ocupar pequeñas propiedades, terrenos de particulares que presionaron al gobierno de Beatriz Paredes para que los desalojara con la fuerza pública. Hubo enfrentamientos y, para evitar un problema político mayor, las autoridades impulsaron un programa de colonización en otras latitudes, donde hubiera tierra buena y faltaran manos para explotarla. Fue un acuerdo tripartito, con el gobierno federal y el de Campeche, cuyo gobernador era entonces Abelardo Carrillo Zavala. La idea de esta colonización nació en mil novecientos ochenta y nueve y se llevó a cabo un año después. Emigraron doscientos ochenta hombres, algunos con familias, otros solteros, todos tlaxcaltecas, aunque se les unieron tres que llegaron de Veracruz. Con el paso del tiempo solamente permanecieron cincuenta y cinco familias, incluyendo las veracruzanas. Algunos murieron, pero sus esposas heredaron la tierra. El caso más reciente es el de un soltero que falleció, por lo que el número se redujo a cincuenta y cuatro.

Hoy, Cano Cruz tiene ciento cincuenta y cinco habitantes, muchos de los cuales ya nacieron aquí y son campechanos o canocrucenses. Entre los ya nativos, los hay de todas las edades, de quince años para abajo. Quedan cuarenta y cuatro familias que difícilmente se moverán de este lugar. Hay quienes llegaron solos y aquí se casaron con mujeres de Campeche, produciendo un mestizaje cultural; pero también hubo quien, después de un tiempo, decidió seguir en búsqueda de algo mejor y se fue a Estados Unidos con todo y familia.

--No sé por qué se fueron, porque, la verdad, aquí hay un potencial sin límite. Eran hijos de ejidatarios que tenían tierras, vacas y modo de vivir, pero se fueron. Tal vez porque querían hacer una vida todavía mejor, pero es inexplicable. Cuando llegamos acá traíamos otra visión, queríamos ser agricultores, yo mismo era aprendiz de agricultor. No lo entiendo –dice Aurelio.

Pero los que se quedaron están muy orgullosos de haberlo hecho y de haber fundado este centro poblacional, aunque el nombre que le pusieron nada tenga que ver con ellos. Ninguno sabía quién había sido Carlos Cano Cruz, porque lo creían muerto. Ellos mismo comentan que bien lo pudieron haber bautizado como Mi Tlaxcalita o Calpulalpan o hasta Beatriz Paredes, porque son un pueblo de tlaxcaltecas, pero los dirigentes locales les aconsejaron que le pusieran “Carlos Cano Cruz”.

Este personaje fue un luchador social campechano, nacido en La Ceiba, que fue muy reconocido –cuenta Aurelio-- porque nunca se corrompió ni se hizo rico. Fue un hombre que se dedicó a ayudar a muchos pueblos en sus gestiones ante el gobierno, lo que le llegó a dar poder. Pero a ellos, a los tlaxcaltecas, nunca les dio nada, tal vez porque no supo de su existencia cuando llegaron, pero después los favoreció sin saberlo.

--Ya murió, pero lo conocimos. Un día lo trajeron y habló con nosotros y nos dijo: “Miren, yo he tenido oportunidad de hacerme rico, porque manejé muchos ejidos, beneficié a muchos ejidos con mis gestiones, pero jamás les acepté un peso ni fui corrupto”. Pero después vino la recompensa, porque todos sus hijos trabajan en el gobierno y cuando sabían que esto se llamaba Cano Cruz, intercedían para que se nos diera y se nos ayudara, y ve, tenemos electrificación, tenemos todo. Tal vez él directamente no nos dio nada, pero el simple hecho de que se llame Carlos Cano Cruz repercute en que se nos ayude y tengamos todo lo que tenemos. Chencoh tiene dos siglos y es un pueblito abandonadísimo, pero no por el gobierno, sino por su cultura. Ellos están acostumbrados a pedir todo y lo primero que hacen es dividirse la ayuda, venderla y bebérsela. Nunca avanzan. Han tenido pozos y venden las bombas, venden todo. Pero es lo que te digo, son las costumbres, la cultura –explica Aurelio.

Por eso no se arrepienten de haberle hecho caso a los funcionarios de la Reforma Agraria que, habiendo trabajado con Carlos Cano Cruz, quisieron hacerle un reconocimiento dándole su nombre a este pueblo. Y ahora sus habitantes son reconocidos en la región, primero, por no ser locales, y en segundo lugar por sus costumbres hospitalarias y pacíficas.

--Cuando llega un forastero, aquí lo primero que te van a decir es: “¿ya comiste?”, “¿ya tomaste agua?”, “¿qué te ofrezco?” Nosotros ya sentimos en la sangre lo que es fundar un pueblo. Con sus carencias, con sus problemas, con sus luchas. Porque aquí hemos tenido problemas y si no ha habido muertos es porque Dios es muy grande, porque en la situación jurídica de tierras en todos los ejidos debe haber muertos. Nosotros lo evitamos, pero estuvo a punto que en las asambleas hubiera balazos. Somos el único pueblo que lo ha logrado, en los demás ha habido difuntos –asegura.

Para lograr esta unidad tuvieron que negociar entre ellos mismos, para mantener su identidad como tlaxcaltecas estableciendo una sola línea cultural. Al provenir de diferente regiones de su estado, no siempre las costumbres eran las mismas. Y unificaron criterios hasta para la manera de celebrar las tradiciones. Lo resolvieron con votaciones. Y se integraron a la cultura local campechana respetándola, pero sin inmiscuirse.

--De hecho, con sus costumbres no tenemos nada. Acá se baila la cabeza de puerco, pero nosotros no lo hacemos. Ellos hacen pibipollos, nosotros no. Seguimos respetando lo que se hace en Tlaxcala, hasta en la forma de hablar. Convivimos, pero no estamos muy allegados a ellos –dice.

Así han conseguido que en ningún aspecto les pese ser emigrados. Porque cuando recién llegaron, sí hubo rechazo. Les decían arrimados, extranjeros, hasta pensaban que venían de otro país.

--¿De dónde vienen? –les preguntaban.

--Venimos de Tlaxcala.

--¿Y qué país es ese? –les decían.

--Nooo, somos mexicanos –contestaban.

Ahora ya no es así. En los otros pueblos ya tienen amigos, compadres y hasta yernos, nueras y consuegros.

También de una manera pacífica resolvieron dos problemas que se presentaron: la religión y el alcohol. Llegaron siendo católicos, pero la mitad se convirtió aquí en evangélicos. Aurelio es uno de ellos. Entendieron que cada quién es libre de creer en lo que quiera y en Cano Cruz construyeron sendas iglesias para cada culto. Cada quien respeta la fe del otro. Yo no me meto contigo, tú no te metes conmigo y sanseacabó. Santas paces. Esa es su filosofía.

Con base en el consenso, llegaron a hacer lo que en ningún otro poblado de los alrededores: prohibir la venta de licor. Vieron que sus vecinos tienen desde una hasta cuatro o cinco cantinas, que merman las economías de las familias y solamente hacen rico al dueño, además de que son foco de problemas. Han sabido de quienes en una riña se han matado a tiros por las meseras o de amistades que han terminado mal por los desviados consejos del alcohol. Por lo que sucede en una cantina, los hombres, hasta con sus propios amigos, poco a poco se van perdiendo el respeto. Todo esto lo analizaron en una reunión del pueblo y, para evitar problemas, decidieron que ni una cantina, ni tampoco expendios de alcohol. Pero no está prohibido beber. Quien tiene una fiesta, va al pueblo de al lado y compra lo que necesite, o el que quiera tomar en su casa, también. Pero nada de cantinas ni vinaterías.

Sus diversiones son otras. Para los fines de semana tienen un campo de futbol y ahí juegan los jóvenes, hacen torneos con los muchachos de las localidades de la región. O por las noches practican básquetbol con invitados de otros pueblos y otras veces la cancha se convierte en recinto de festividades. Cada poblado tiene un grupo de bailarines y durante las fiestas compiten. Por su parte, los adultos no tienen tiempo ni de jugar. Trabajan muy duro toda la semana bajo el agobiante sol y los sábados lo único que quieren es descansar. Los domingos asisten a los servicios religiosos y luego van a visitar a los compadres, a los amigos, o los reciben en sus casas. Otras veces se van a nadar al mar, que está a cien kilómetros, en las playas de las afueras de Campeche. Otra distracción es la televisión, sólo captan dos canales abiertos, pero algunos tienen servicio satelital.

Una de las aficiones de Aurelio es la cacería, el deporte del tiro al blanco, y la selva de Campeche está llena de animales para practicarla. Jabalís, venados, tejones, tinamús, pumas, codornices, pavos, conejos, tepezcuintles, zorras, ocelotes, coatís, jaguarundis, pecaríes, hocofaisanes, patos, palomas y otros pájaros andan por todos lados y los lugareños acostumbraban matar algunos para comérselos, era una de sus fuentes de alimento.

Desde que llegaron a Campeche, la comunidad de tlaxcaltecas pasaba el tiempo entre el severo trabajo del campo, la edificación de su pueblo y los ratos de esparcimiento. Su vida era ya otra vida, igual de ruda y exigente, pero con la ilusión que les hacía tener tierras propias, una casa, mayor seguridad para sus familias y una promesa de progreso que dependía en buena medida del esfuerzo propio, sin patrones ni horarios rígidos.

En conjunto, Cano Cruz, que se encuentra al sureste de la ciudad de Campeche, abarca una superficie de nueve mil seiscientas hectáreas, cuatro mil para el cultivo y el resto de monte y pueblo. Pero tal extensión pronto les mostraría sus inconvenientes. Con abundante fauna frente a los enormes sembradíos que antes no existían, aquello se convirtió en un festín para los animales. El saqueo lo comienzan los jabalís que penetran en los maizales para comerse las mazorcas. Si fuera uno que otro, no habría problema, pero llegan en manadas de veinte o treinta que en una sola noche tiran y mastican diez mil matas. En una semana pueden acabar con una hectárea. Luego viene el pavo ocelado y come de los granos que dejaron desperdigados los puercos; después, el venado, que no come maíz pero sí se zampa el retoñito que viene de la mata. Más tarde, los tejones, coatíes y pájaros se unen al banquete. Todos llegan a comer de la milpa.

Pero, peores que éstos resultaban los cazadores furtivos. Eran juniors de Campeche que también por las noches irrumpían en los sembradíos con sus jeeps cuatro por cuatro, equipados con reflectores y rifles de alto poder, para conseguir venados o jabalís. Se metían con sus vehículos entre la milpa y atravesaban los cultivos, aplastándolos. Por la mañana, Aurelio y su gente descubrían que les habían pisoteado el sembradío o matado una vaca a la que le habían disparado al mirarle los ojos en la oscuridad, confundiéndola con un cola blanca. Todo eso los perjudicaba mucho. Una cosa es matar por hambre y otra por deporte cuando se es rico, sin que importe dañar el patrimonio de otros, se quejaban.

La única manera de evitarlo era montando guardias nocturnas, lo cual resultaba muy desgastante, además de que había el peligro de enfrentamientos. Ellos ya estaban bravos como pueblo y podía haber violencia si se topaban con un furtivo. Así que mejor comenzaron a investigar y a documentarse para ver de qué forma podían defenderse mejor y evitar la caza ilegal. De esta manera, buscando alternativas, en mil novecientos noventa y siete llegaron a la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca, simplemente conocida como Semarnap, para pedir asesoría y consejo. Ahí les dijeron que lo mejor era que constituyeran una Unidad de Manejo para la Conservación y Aprovechamiento Sustentable de la Vida Silvestre que, ante lo largo del nombre, todos prefieren llamarla nada más UMA. Les explicaron qué es, para qué sirve, sus beneficios y obligaciones. Al ver que con eso iban a contar con ayuda del gobierno al tener apoyo de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, llamada Profepa, y del ejército, decidieron que sí, que sí querían convertir sus tierras en una UMA. Registraron el predio, llenaron la solicitud y obtuvieron la autorización.

Transformados en UMA, en los caminos y linderos de sus terrenos pusieron letreros de prohibición de caza, que surtieron efecto porque ya tenían los logotipos de la Semarnap, de Profepa y de propia UMA.

  --La UMA nos ayudó a mejorar mucho, disminuimos considerablemente los cazadores furtivos, pero sabemos que nunca los vamos a acabar. Ya no viene el jeep de los niños ricos, ¿pero cómo controlas a la población que tienes cerca y que es su modus vivendi? Son nativos, gente que siempre ha estado aquí y que siempre ha cazado para comer, es ancestral. Ya no son los juniors, perduran los que cazan para autoconsumo. Aunque ahora lo hacen muy a la escondida, ya no descaradamente como antes, porque saben que les aviento a la Profepa. Ahí hay otro beneficio de la UMA, porque ahora hacemos vigilancia participativa –puntualiza Aurelio.

Sin embargo, la UMA ayudó a controlar a los furtivos, pero no resolvió el problema de las comilonas en la milpa. Paradójicamente, a la larga, cuidar a la fauna de los cazadores les perjudicó, porque entonces había más venados y puercos para devorar sus plantíos. ¿Cómo resolver esta contradicción? Nueva paradoja, había que regresar a traer cazadores, pero esta vez de manera legal, controlada y obteniendo un beneficio extra de ellos. La solución fue que en la UMA se llevara a cabo aprovechamiento cinegético con el aval de la Dirección General de Vida Silvestre y hacer sinergia con un prestador de servicios que trajera cazadores responsables.

De esta manera fue como iniciaron, realmente sin pensarlo como negocio, sino como la solución a un problema, una empresa que les traería significativos ingresos económicos. Porque con la llegada organizada de cazadores, que provienen principalmente de Estados Unidos, todos ganan. La derrama económica que dejan los visitantes es amplia: pagan transporte, impuestos, hospedaje, equipamiento, alimentos y las autorizaciones correspondientes.

--Al estar con nosotros nos dejan un beneficio porque se queda algo en el pueblo. Compran en la tienda de aquí, con su dinero se pagan los sueldos de los lugareños de Cano Cruz que les trabajan de guías y choferes, además del derecho de cazar al animal. Así estamos sustentando el medio ambiente, cuidando, pero también aprovechando. Hay una derrama económica que viene del exterior –dice.

En el caso de Aurelio, él tiene ingresos extra porque es dueño del local donde se hospedan los cazadores. En realidad es su casa y se las renta; mientras tanto, se va con su familia a vivir a otro lote que tiene y ahí se quedan hasta que termina la temporada de caza. También trabaja como guía durante las expediciones y les vende las artesanías que diseña y elabora, como bellos aretes de pluma de pavo ocelado. Esto le compensa el trabajo que realiza como responsable de la UMA, que por ser un servicio social no le es retribuido económicamente. No le da sueldo, pero sí responsabilidades, que todo marche bien, que no se metan los cazadores furtivos, hacer la documentación y trámites que se requieren, así como llevar a cabo el Plan de Manejo, que no se cacen más animales de los autorizados, porque si llega gente de Profepa a inspeccionar, quienes dan la cara son él y el prestador de servicios, ante la autoridad y ante el pueblo.

--La responsabilidad de la UMA es personal. Si vienen a revisar, nos revisan a nosotros, no al pueblo. Y si algo sale mal, los de aquí nos van a decir “tú la regaste y por tu error yo no voy a dejar de ganar mi dinero, así que quiero los dos mil quinientos pesos que me tocan”. A ellos no les va a importar si la regué o no, ellos quieren su lana, porque ya están acostumbrados a que van a cuidar todo el año, a que van a esforzarse, van a evitar hacer lo que hacían otros: cazar para el sustento, sin importar si son hembras y crías. Saben que aparte de lo que les toca por cada cazador que viene, ganan otros trescientos pesos por pavo cazado en sus parcelas, por eso ahora no se comen ni uno, los cuidan, les llevan agua, alimento y los protegen. Todos ganamos, pero más que nada gana la fauna, gana Cano Cruz, gana el estado, porque al calificar lo que hacemos no van a hablar de nadie en particular, sino de Campeche, de un buen gobierno, de una buena estrategia, de un buen trabajo de Semarnat. Sin embargo, atrás de esas siglas está la gente, un prestador de servicios y un dirigente de la UMA, sin sueldo, pero con una responsabilidad grande –dice.

De manera personal y colectiva, la actividad cinegética deja beneficios económicos a los habitantes de Cano Cruz. Pero no es todo. Al realizar sacrificios controlados, también se regula el crecimiento de la población de las diferentes especies que se pueden aprovechar y así se evita que se conviertan en plaga y dañen sus cultivos; al mismo tiempo que se protegen todas las demás especies que viven en la UMA.

Pero esta actividad tiene reglas precisas. En la UMA les cobran a los turistas el permiso para cazar pavos en tres mil quinientos pesos, más aparte lo que les cobra el prestador de servicios que los trae, por el resto de los servicios como transporte, hospedaje, comida y equipo. Es por cinco días y, si en ese tiempo no logran atrapar nada, se van con las manos vacías o tienen que comprar otro permiso y permanecer más tiempo. Muchas veces logran sus trofeos el primer día y el resto del tiempo se quedan de paseo. Otras, cazan su pavo y se quedan contentos, se olvidan del venado y del jabalí y se dedican a tomar fotos.

--El prestador de servicios les cobra a los cazadores. El paquete para cazar en nuestra UMA incluye el transporte de Campeche a Cano Cruz,  hospedaje, vehículos buenos para el campo, guías, armas, cartuchos, cocinero, comida, bebidas sin alcohol, los cintillos de cobro cinegético y las autorizaciones correspondientes para que no tengan problemas en la aduana. De ahí nos paga los tres mil quinientos pesos por la UMA, que son para la comunidad, por cinco días, cace o no cace –explica Aurelio.

La cacería tiene su chiste y sus leyes. No es nomás así salir a cualquier hora a buscar al animal. No, es un deporte casi ritual. En primer lugar, no se debe matar de noche. La ley prohíbe cazar antes del amanecer y después del anochecer. En la oscuridad no se puede, porque está prohibido utilizar luz artificial. En la primavera el día clarea a las cinco y media y esa luz es como el banderazo de salida. Las mañanas están nuevas y la selva fresca. Desde esa hora y hasta las diez y media los animales se mueven y los cazadores también. Después el sol comienza a levantar y arde hasta llegar a los cuarenta grados y nadie lo aguanta, ni los bichos ni los hombres que los persiguen. Ambos huyen de los rayos quemantes y se refugian en la sombra. Está permitido cazar durante todo el día, pero no es recomendable.

El pavo macho empieza a cantar a las cinco y media porque es su época de celo. El gorjeo del ave indica que es macho, adulto, en época de reproducción y, por lo tanto, apto para ser cazado. Busca hembra de las cinco y media a las nueve de la mañana, pero una vez que pega el calor de abril, ni el gringo aguanta ni el pavo está, se mete al monte a bañarse de tierrita para enfriarse.

Lo mismo sucede con el venado temazate, que sale a buscar alimento de las siete a las diez. Cayendo los rayos del sol busca la sombra del monte y, si no hay agua cerca, se entierra en la hojarasca para guardar energías para la tarde. Entonces se caza temprano o de tarde, pero nunca de noche.

Cuando consiguen una pieza, los cazadores regresan muy contentos a la casa de Aurelio. Únicamente se llevarán la piel, así que los lugareños le extraen la carne y dejan los puros huesos con articulaciones, y la bañan con Bora, un polvo especial que evita que se eche a perder, sin lastimar las plumas o el pelo, hasta que llega a las manos del taxidermista. El cintillo foliado que garantiza que el animal fue cazado legalmente y con todos los permisos se le pone de inmediato. A los cinco días la pieza se empaqueta y se la llevan en una caja. La entregan en la aduana donde permanece en cuarentena y los cazadores se van dejando la dirección del taxidermista que luego la arma, la deja bonita y la entrega en la casa del cazador. Ese trabajo lo pagan aparte.

En Campeche sólo hay un taxidermista para todo el estado, por eso muchas piezas se mandan a Mérida o a Puebla. Por una cabeza de venado cobran tres mil pesos y por todo el cuerpo nueve mil.

La gente de Aurelio pela los bichos que cazan. Si es venado, utilizan unos bisteces para la comida de los perseguidores y el resto es para ellos; lo que les interesa a los cazadores es la piel. Con el pavo, lo mismo. La pechuga es como de codorniz gigante, blanca, muy blanca, la marinan con salsa inglesa y de soya y queda muy sabrosa.

--Sin embargo, a pesar de que hay bastantes, Semarnat no nos permite cazar muchos. Hay un límite. Si metemos un Censo de Población en el cual solicitamos permiso para matar cuarenta pavos ocelados durante la temporada, a lo mejor nos autorizan treinta, aunque las parvadas sumen dos mil, tres mil animales. Y si pedimos cintillos para cuarenta venados, nomás nos dan diez. De todo lo que metemos sólo nos permiten lo que ellos catalogan que se puede aprovechar. Este año nos dieron como veinte pavos, diez venados y cincuenta jabalís. No es mucho, podría ser más porque animales hay suficientes –asegura.

Desde hace seis años la gente de Cano Cruz realiza aprovechamiento cinegético en la UMA, lo cual se ha convertido en una importante fuente de ingresos para la comunidad. En promedio, tan sólo por los cintillos perciben alrededor de ciento diez mil pesos anuales, sin contar todo lo demás. Ese dinero se lo dividen a partes iguales.

Por acá, de marzo a mayo es temporada de secas y, a través del programa Procampo, el gobierno les da una ayuda de ochocientos pesos por hectárea sembrada. Cuando se reparten el dinero de los cazadores, les toca como de a dos mil quinientos pesos por cabeza, lo que para ellos significa recibir el subsidio de tres hectáreas más. No es tanto, pero una ganancia extra es la 

sustentabilidad que logran en sus tierras. Además, matan los machos pero no tocan a las hembras ni a las crías. Ahí entra la conciencia, la cacería responsable.

--Tanto ayudamos al ecosistema como nos ayudamos a nosotros, y nos incita a que sigamos cuidando y metiendo vigilancia participativa. Los dos mil quinientos pesos ya es una buena ayuda –dice Aurelio.

A dieciséis años de haber llegado a Campeche, lleno de ilusiones y de incertidumbre, Aurelio Sánchez es un hombre pleno que nunca regresaría a la gran ciudad. Está contento con vivir rodeado de selva, en pleno contacto cotidiano con la naturaleza.

--Créeme que estoy bien feliz. Campeche tiene un potencial que solamente los de afuera podemos ver, la gente de aquí no lo sabe. Te estoy hablando de la gente nativa de los pueblos, que tienen costumbres de:

--Porque mi abuelo mataba, cazaba, yo lo sigo haciendo.

--Oye, pero no tires hembras, te va a dejar dinero cuidarlas.

--¿Y qué?, me da igual. Yo mato, yo como y se acabó --dicen ellos. Es su cultura, pero ahora, en los seis años que llevamos con este programa, ya hay UMAS en los pueblos vecinos que eran muy depredadores. En Chencoh, Pich, Santa Genoveva, Las Flores, que son los que nos rodean, ya les ganó la tentación, ya también tienen ese tipo de aprovechamiento. Y estamos hablando de más de doscientas mil hectáreas vecinas. Gracias a Dios hemos servido de punta de lanza. Primero fuimos muy criticados por la UMA, les molestaba que les prohibiéramos cazar en nuestros terrenos, no les parecía. Pero ahora que ellos también son UMA, ya muchos tienen su camionetita; cuando llegamos eran puras bicicletas y las señoras llevaban su carga de leña. Hoy tienen vehículos y herramientas. Despertamos el interés de los demás –resume Aurelio.

 

*****

CAPÍTULO 4

Hemos nacido mexicanos

 

Para llegar a la comunidad menonita de Las Flores, cerca del ejido Carlos Cano Cruz, se transita un camino de tierra roja que corre en medio de sembradíos, húmedo todavía temprano por la lluvia que cayó toda la noche, lo cual ayuda a que no se levanten polvaredas.

  Los plantíos son parcelas que se hicieron desmontando selva, cuyas paredes vegetales se levantan exuberantes a las orillas de los terrenos sembrados. El lugar está lleno de ruidos de la naturaleza, silencio y canto de aves. Frente al vehículo, despreocupados, pasan volando en solitario un cormorán y una aguililla caminera, o algunos pericos de frente blanca, palomas moradas, chachalacas, uno que otro cara cara y una parvada de patos pijijis. Muchas de estas aves van a refugiarse en un islote de jungla a la orilla de una aguada, se pierden en la espesura de los árboles y luego, sin previo aviso, reanudan el vuelo inundando el cielo con su griterío y su juego de revolotear en círculos. Son decenas, quizá cientos, que van y vienen libremente mostrando que este es su santuario.

El primer indicio de que ya estamos en los linderos de Las Flores es la visión de extensos campos desmontados, habitados por un sinfín de grandes cilindros de paja perfectamente enrollados, que transmiten una sensación de meticuloso trabajo y cuidadoso orden. La segunda señal son las solitarias casas de ladrillo bien construidas y como recién pintadas, con techos de dos aguas, que reinan en medio de sembradíos que florecen. Entrar en esos terrenos es como haber cruzado una frontera para llegar a otro país, con otra disposición, otra simetría, otra disciplina, con una manera diferente de ver las cosas. Es ya el mundo de los menonitas, esa comunidad de la que sabemos tan poco, pero que está por todo México, y eso se percibe desde el primer momento.

El tercero son las parvadas de pavos ocelados que vuelan entre los árboles o caminan entre los maizales buscando granos de elote.
Diedrich Froese Lowen, un hombre de sesenta años, muy blanco, que viste camisa a cuadros y tirantes, es como el patriarca del pueblo. Cuando tenía siete años de edad, su familia emigró de más al norte hacia la localidad de Marbeli González, en Tamaulipas, cerca del mar, porque ya las tierras de su comunidad no alcanzaban para todos. Cuenta que sus antepasados llegaron a México a principios de la década de los veinte del siglo pasado, con el permiso de Álvaro Obregón y se asentaron en Chihuahua, rigiéndose bajo sus propias reglas dentro de la comunidad. Ahí crecieron hasta que ya no cupieron, entonces iniciaron una diáspora por la república y hoy se les ve por todos lados.
--Nuestros abuelos entraron en mil novecientos veintidós, el presidente Álvaro Obregón nos dio la bienvenida y estamos muy agradecidos de que la nación mexicana ha cumplido con los requisitos que pidieron nuestros antepasados. Y ahora vinimos acá, y estamos a gusto –comenta Diedrich, quien habla un español mordido, con una extraña sintaxis y acento sajón.

Los menonitas son una sociedad cerrada que vive su cultura intramuros, sin mezclarse con los pueblos vecinos. Dios y el trabajo son su divisa. Para eso nacieron y para eso viven. Se casan entre ellos, no hacen servicio militar, tienen sus propias escuelas que sólo llegan hasta la primaria, los niños aprenden primero el holandés, luego alemán y más tarde español; tienen su propio gobierno que es una especie de comuna y cualquier problema que surja en la colectividad lo resuelven entre ellos, inclusive cuando se trata de delitos menores. Únicamente cuando se registra algún crimen dan parte a las autoridades.

Tienen fama de gente disciplinada y trabajadora hasta la obsesión, pero los domingos los consagran al descanso y a la religión. Como los judíos en sábado, ellos tienen prohibido laborar el primer día de la semana. Son evangelistas y primero van al templo, después comen en familia y por la tarde pasean, visitan a familiares y amigos y se acuestan temprano. Ese es su descanso. Su inclinación por el trabajo llega al grado que, en tiempos de hortalizas, trajinan hasta las doce de la noche del sábado y a la una de la mañana del lunes empiezan otra vez.

--Dios nos da la vida seis días buenos pa’ trabajar y un día le guardamos a él –dice resumiendo su existencia.

Hace apenas ocho años que llegaron a Campeche, pero el desarrollo de su pequeña población y sus sembradíos hacen sentir como si tuvieran muchos más. Al saturarse su comunidad en Tamaulipas, un grupo tuvo que irse, lo cual no les costó trabajo porque emigrar es la constante en la historia de su raza. Y así, como quien cambia de casa, se fueron del norte hasta el sureste, porque fue en Campeche donde encontraron tierra barata.

--Como semos campesinos buscamos dónde tener unas tierras para sembrar y encontramos muy ampliamente aquí muchas tierras, hasta mencionamos que aquí la gente es muy rica de tierras, aunque no de otros bienes, pero tienen muchas tierras, y compramos propiedades y comenzamos a trabajar –narra Diedrich.

No les costó trabajo adaptarse a la selva porque allá el mar estaba muy cerca, igual que acá. En Marbeli González vivían a sesenta kilómetros de la playa y a una altura de sesenta metros sobre el nivel del mar, y en Las Flores están a cien kilómetros de la costa y a ciento cincuenta metros de altura. Muy similar.

En Las Flores hoy viven cincuenta familias que suman alrededor de trescientos habitantes. Lo saben porque en dos mil cinco, cuando les pegó el huracán Isidoro y se inundaron, levantaron un censo para ver que no faltara nadie.

--Eran nueve pulgadas de altura el agua. Pero eso no nos asustó porque allá en Tamaulipas pasamos dos ciclones tremendos. Por ejemplo, en el año cincuenta y cinco, yo era niño, se llamaba Hilda, ¡n’ombre!, la mitad de las casas de todas las comunidades se caían, pero a nuestra gente no nos pasó nada. Y luego en el setenta y seis, el Inés pos igual casi nos acabó la mitad de casas. Yo estuve afuera de aquí cuando llegó Isidoro, y cuando llegué acá estaban tristes, porque llegué en el helicóptero que nos trajo la comisaría y vi de la gente medio triste:

-¿Qué, le pasó algo a alguien? –pregunté.

-No, pues a nadie.

-¿Y cuál casa se ha caído?

-Tampoco.

-Entonces cuál tristeza, todos estamos bien.

Y, pues tranquilo pa’ mí. Sí había mucha agua, pero todo tranquilo –cuenta.

Los menonitas son un pueblo de agricultores. En Las Flores siembran maíz, frijol, soya, tomate, tomatillo, chile habanero y sandía verde que exportan a Estados Unidos. Algunos tienen ganado, hatos de vacas y cebús. Y cuando llegan nuevos menonitas sin bienes ni dinero, o cuando a los que ya están las cosas les salen mal, pierden las cosechas o en la Unión Americana pasa un verano sin mucho calor y el precio de la sandía se desploma, se dedican a hacer carbón para vender.

--En el pueblo tenemos una tiendilla, para los refrescos, un poco de mandado y de la enfermedad vamos a buscar médicos en los pueblos próximos. Y la iglesia, pues es lo espiritual que es la base de la mentalidad para controlarnos entre nosotros mismos –dice.

Los menonitas no suelen recibir a extraños. Cuando alguno llega, inmediatamente lo abordan para saber qué se le ofrece. Las mujeres, que no usan maquillaje y siempre llevan vestido y cabello largos, como en la época del oeste, no les hablan ni los miran de frente. Pero la verdad es que, una vez que se entra en contacto con ellos y agarran confianza, son gente amable y simpática, transparente y bien intencionada. 

--Me acuerdo de niño en Tamaulipas, tampoco nos conocían ahí, y tuvimos que cercar el predio, ponerle una puerta de fierro y un candado, y lo poco que nos portamos bien, a los diez años ya no había puertas de fierro, ni candado. O sea, nos vieron trabajar honradamente y así nos aceptaron. Y así le hicimos acá –explica Diedrich.

Pero no todos los menonitas son iguales. Los hay ortodoxos que rechazan por convicción todo lo que huela a modernidad. No utilizan luz eléctrica ni ningún tipo de máquina, aran sin tractores, se trasladan a pie o en bestias y no beben alcohol. Los de Las Flores no son tan radicales, son más liberales, se permiten utilizar todo lo que el progreso les brinda y no rechazan una cerveza helada en el agobiante calor del campo. Inclusive, se quejan de que carecen algunos servicios y reclaman ayuda.

En este aspecto, sus demandas se reducen a dos: camino y luz, porque la terracería que los conecta con la carretera se erosiona y daña fácilmente con la lluvia, y en Las Flores carecen de energía eléctrica. Uno de los principales problemas que esto les ocasiona es lo caro que les resulta conservar los alimentos. Algunos utilizan refrigeradores de gas, que les significan un gasto de trescientos pesos al mes; otro ha invertido setenta mil pesos en placas solares, pilas y plantas de luz, para alimentar una nevera que trajo de Estados Unidos, pero no es suficiente y cuando está nublado no funciona por mucho tiempo.

Se quejan de que, en estas peticiones, ni el municipio ni el gobierno estatal les han hecho caso, no obstante que les han propuesto poner la mano de obra y la mitad del costo.

--Tenemos partes del camino que se ponen re feas cuando llueve y es el único que tenemos. Ya se nos han volteado máquinas, trilladoras que han chocado con las lomas que se hacen con el agua –se queja.

Ellos están acostumbrados a hacer todo con sus manos, incluyendo sus casas, por eso les es muy natural ofrecer la mano de obra para asentar el camino y poner los postes para la energía

eléctrica.

--No semos arquitectos, no estudiamos nada, pero cada quien tiene un dinero y construye lo suyo. Cuando llegamos comenzamos a hacer molinos de piedra, trajimos unas formas de Chihuahua para hacer de concreto y aquí en el monte hay todo, menos el cemento y la varilla, y empezamos a hacer cada quien a su gusto, como cada quien podía. Porque uno ve que los mayitas de antes con puro palo hacían sus casas. ‘Ora pus estamos un poco más modernos, de la misma piedra de acá estamos haciendo colado, mi casa es de puro colado de concreto –comenta.

Le pregunto a Diedrich si no les ha sido difícil adaptarse a su nueva tierra, a la convivencia con los pueblos vecinos.

 --No, porque nosotros hemos nacido mexicanos –me responde contundente. Calla un momento, y enseguida agrega:

--En ese sentido también nos ha ayudado nuestra doctrina religiosa. Porque estamos educados a amar a nuestros enemigos, es una palabra santa, aunque no la cumplimos, pero al menos si vemos gente negativa, no hacerle mal a ellos, es mejor hacerle unos bienes. Es la manera de que nos adaptemos y se adeptan. Los de Cano de Cruz sí pensaban muy negativos contra el grupo, pero ya son diferentes. Porque nunca tratamos de pagar con un daño cuando nos hacen un daño, mejor hacerle un bien y después ya no es el mismo pensar.

Esa es su filosofía de la vida. Y la gente los respeta. Desde que llegaron se dedicaron a trabajar la tierra, a las hortalizas, a cuidar el ganado y, a veces, a hacer carbón. Nada más. Hasta que comenzaron a sufrir la experiencia del exceso de fauna que se convierte en plaga y ataca sus cultivos, además de padecer a los cazadores furtivos.

Gerardo Froese Wiebe, sobrino de Diedrich, había hecho amistad con Aurelio Sánchez y con Jorge Guerrero, y ellos le propusieron aplicar la misma solución que habían implementado en Cano Cruz: constituir una UMA y, a la vez, explotarla como rancho cinegético. Lo comentó con su tío y luego organizaron reuniones con toda la comunidad para plantear la idea y discutir los beneficios que eso les podía dejar.

--Ustedes siempre dicen que la Profepa, que Semarnat, no nos dejan tumbar todo el monte, ¿quién va a pagar el impuesto predial de ese monte? Entonces vamos a registrarnos en la UMA, cosechamos una parte del par de miles de pavos que tenemos y de ahí mismo sale el dinero para pagar los impuestos prediales, para arreglar las escuelas, los caminos. ¿Ese dinero quién lo saca de la bolsa? Nadie –les exponía Gerardo a los miembros de la colonia menonita.

Aunque en un gesto de modestia, o de generosidad, les cede el mérito a Aurelio y a Jorge.

--En verdad salió de Aurelio Sánchez y Jorge Guerrero. Ellos nos convencieron y nosotros nos convencimos, pues. Tardamos casi dos años en decidirnos. Ahora todos quieren tener pavos en la casa como los tiene mi tío. Porque en mi casa, yo que vivo más en el centro, están encaramados en los árboles, ahí en mi casa, pues. Hasta ahí llegan los pavos ya –cuenta Gerardo.

Pero tampoco fue tan sencillo obtener la aprobación de todos. Algunos no estaban de acuerdo.

--En nuestra mente sí hubo medios choques entre nosotros mismos. Porque, cuando llegamos, algunos jóvenes estaban orgullosos porque mataban hasta siete pavos en una noche. Y digo: pos sí, está bueno, comemos carne, pero las otras generaciones ¿qué van a ver ellos? Dije, yo no la veo bien, aunque comemos uno que otro, pero no tanto –acota Diedrich.

Lo que finalmente los convenció fue una plática que tuvieron con Jorge Luis Sansores, el prestador de servicios, al cual invitaron para que les explicara y les aclarara las dudas que aún tenían. También estuvieron presentes Jorge y Aurelio, quien les contó qué hacían, cómo les estaba yendo en Cano Cruz con la UMA y la ayuda que recibían de Semarnat.

--Ahí fue que decidimos hacerlo –dice Gerardo.

Aparte de las conveniencias que vieron, algunos tenían sus razones personales para hacer algo que les ayudara a conservar las especies. Uno de ellos es el propio Diedrich quien, al poco tiempo de haber arribado a Campeche, una calurosa noche de mayo durmió a la orilla de un rancho grande que se llama Iturbide.

--Era una mañana después de una buena lluvia, de ésas en la que todo mundo sale a su milpa a sembrar. Y al amanecer, yo no sabía, vi pasar muchas bicicletas y voy contando: diez, quince, veinticinco... total que salieron esa mañana, de un lado del rancho, como ochenta bicicletas, cada quien con una escopeta en el lomo. Yo pensaba que en Campeche iba a haber mucho animal y encontré menos de lo que yo pensaba, porque allá en Tamaulipas en aquellos tiempos había más. Pero después de que lo viví esto, ya tuve una idea de por qué no había mucha vida silvestre, porque esas escopetas truenan lo que se mueva de vida. Y yo me puse la idea: si del otro lado del rancho salen otros veinte, ya son cien escopetas. ¡Oh!, entonces sí tengo una idea de por qué no hay mucha vida silvestre. Digo, no me quejo, porque son gente originaria de acá, pero yo llegando me dije, pos al menos lo poco que veo yo no le voy a hacer daño. No es que me quejo de nadie, nada más platico lo que he visto –cuenta.

Aún antes de constituir la UMA, en Las Flores acordaron no cazar sistemáticamente y, por el contrario, proteger los pocos animales que encontraron a su llegada. Para trabajar la tierra contratan a jornaleros centroamericanos, a quienes les tienen prohibido matar algún animal.

--No me maten los pavos, porque los compramos con todo y tierra –les advierte Diedrich. Con el tiempo, el resultado ha sido que el pueblo se ha convertido en un refugio para pavos y venados, a donde llegan sabiendo que no les harán daño.

--Ahora, con la edad que tengo, me gusta ver que la vida silvestre se queda completa y por eso estuve empezando a alimentar los pavos. Una noche un trabajador originario de aquí me dijo: “salí medio nervioso, porque alrededor de donde yo dormía el pavo más cercano estaba a cinco metros arriba de los árboles y en el amanecer los conté”. Contó setenta y ocho pavos, ahí en las ramas de los árboles. Y dijo: “pos es lo que me gusta, porque pos es la vida silvestre, completa” –dice un satisfecho Diedrich.

Gerardo también tiene sus anécdotas:

--Hace poco llegué a la casa y estaba un venadito por la entrada, ahí lo vi, mansito. Como ya nadie le tira. Y es que quedamos en una reunión que aquí, en el centro de la comunidad, nadie va a tirar pavos ni venados, aquí están protegidos. Aquí no entran los furtivos para nada, no tienen por dónde entrar. Es la idea de seguir trabajando con la vida silvestre. Aparte, nosotros empezamos con las hortalizas, nunca agarramos tiempo para ir de cacería, no somos cazadores. Algunos sí cosechan un pavo o dos al año, pero es poco, es mínimo –dice.

--A veces el domingo, cuando estoy leyendo el periódico, llegan a tres metros, ahí están los pavos. Nomás con darles un poquito de maíz se amansan. El otro día yo vide uno especial. El tamaño lo miraba casi al triple del normal. Era un pavo viejo, muy ladino, que no fácil, con espolones como de dos pulgadas y media. Y aquí también ha venido el tapir. No lo he visto, sólo la huella. Viene de Belice –agrega Diedrich.

Todos coinciden en que, al principio, sólo veían grupos de cuatro o cinco pavos y cuando llegaban a encontrar uno de más, se sorprendían y lo platicaban como quien devela un hallazgo.

-¡Ay, hoy vi ocho pavos juntos! –presumían.

-¡Ah!, son muchos –les respondían admirados. Pero ahora lo común es toparse con parvadas de cien o ciento cincuenta, que se acercan hasta los linderos de las casas, porque ahí encuentran alimento y se sienten seguros.

Pero hay muchos otros que no se acercan y esos son los que venden a los cazadores. La persecución se lleva a cabo en el monte, lejos de la zona habitada, donde salen a buscar principalmente al pavo ocelado, al venado temazate y, muy ocasionalmente, uno que otro tejón.

--Aunque el venado cola blanca como que también va desarrollando, pero no son tan codiciados. Porque en el tiempo de agua, una vez que fui a ver mi milpa, ahí estaban cuatro, los vi como a veinte metros, se levantaron, grandotes, bien gordos y dos con cuernos, o sea, dos parejas –asegura Diedrich.

La UMA de Las Flores cuenta con una superficie de seis mil doscientas cincuenta y una hectáreas, opera ordenadamente desde el año dos mil y prácticamente está habitada por las mismas especies permitidas que en Cano Cruz, el ejido vecino: venado cola blanca, temazate y temazate rojo, pecarí de collar, coatí, tepezcuintle, hocofaisán, pavo ocelado, palomas sabanera y morada, codorniz yucateca, puma, ocelote, paloma alas blancas, jaguarundi y palma despeinada.

En promedio, con la cantidad de animales que se les autoriza cazar, obtienen ingresos de setenta mil pesos anuales, con los cuales pagan su impuesto predial, arreglan la escuela y un poco el camino. Esos son los beneficios básicos que les deja la UMA, con lo cual están contentos, además de buenas amistades con el gobernador, algunos diputados y los delegados de Semarnat y Profepa, lo que también aprecian.

Sin embargo, el éxito los ha rebasado. Porque no solamente los pavos y los venados han convertido al pueblo en su zona de seguridad, sino que la noticia corrió por la selva y ahora también los jabalís y tejones se han acogido a ese refugio en el que, además de tener el pellejo a salvo, encuentran alimento sin mayor esfuerzo. Pero la mayor paradoja está en que ni los propios menonitas pueden tocarlos, aunque les coman sus sembradíos, porque con unos cuantos que

maten, de la misma manera la mala nueva se transmitirá entre los animales y ya ninguno, de ninguna especie, regresará.

--Mi milpa sufrió daño del puerco y eso era bastante para mí. Casi el veinte por ciento de ese maíz se lo llevó el tejón y el puerco. Digo, si hubiera podido, esos sí los trueno, pero va uno con otro, porque si empezamos a tronar esos animales, pues se van los demás también. Pero eso sí me costó, o sea, perdí de ganar –se lamenta Diedrich.

--Es lo que yo vi este último año. ‘Onde quiera se presentan ya manadas de puerco de monte, que antes nunca lo vimos. Eso nos va a provocar daños fuertes. Y por lo mismo que aquí no tiramos nosotros, se acerca el puerco, porque el jaguar, el puma, todos esos se quedan más alejados, allá se los come el jaguar o el puma y aquí adentro no; aquí el puerco, como no le disparamos, se está reproduciendo muy rápido, y para el año que viene va a ser mucho más el daño que el que hubo este año –añade por su parte Gerardo.

Y si los rumores entre los animales corren velozmente, entre los humanos también. No falta quien asegure que vio una, dos o hasta tres manadas de jabalís de hasta cuarenta bestias cada una. Diedrich afirma que hay días en que los maizales se ven invadidos por más de cien de estos animales, cuyo daño mayor no es lo que comen, sino lo que trillan. El gran perjuicio que cometen es echar a perder los elotes buenos después de haberlos mordisqueado, lo tiran, le dan una roída y ahí lo dejan, y tumban otro para ver si está más sabroso y con ese hacen lo mismo, convirtiéndose en depredadores de maíz. Aunque algunos en el pecado llevan la penitencia.

--Ya nos dimos cuenta, o al menos yo ya me di cuenta, que la carne de puerco de monte está muy rica, que tampoco no lo sabíamos. De que no había plaga, no tirábamos, y como está apestosa su piel de afuera, nadie se lo comía, pero como ya empieza a haber plaga, en veces pus no se aguanta uno, y si veo que ya tumbó mucho maíz, pues yo cosecho uno o dos, pa’ que me paguen con algo. Y empezamos a comer la carne de puerco que está muy rica, muy sabrosa –confía Gerardo.

Ante esta realidad, plantean que se les permita llevar un control del puerco de monte para que no se reproduzca de más, porque se convirtió en plaga.

--Ya es plaga. A mi tío, de doce hectáreas le comieron cinco, de plano se las echaron a perder y eso es dinero, cuesta mucho producir una hectárea de maíz, para que venga el puerco y la eche a perder; ahí sí hay que hacer algo –sugiere.

Contradicciones de los beneficios, cuando se hace una UMA la conservación permite que crezca el número de animales, pero al mismo tiempo se pueden convertir en una calamidad si no hay un equilibrio entre el aprovechamiento sustentable y la conservación.

Por eso piden que la autoridad les amplíe tanto las temporadas de caza para algunas especies, como la cantidad que puedan sacrificar, para otras.

--Los daños que hacen los puercos de monte son afuera de la época de cacería; los daños que hace la paloma en los sorgos también, no hay cintillos para esa época. Necesitamos traer cazadores en ese tiempo para que nos cuiden las milpas. Porque si ahorita traigo un cazador y no tengo cintillos, es malo, no puedo. Por esto queremos que nos den más aprovechamiento, más apoyo, más libertad para trabajar –explica Diedrich.

Las temporadas autorizadas para la caza del jabalí, del pavo y del temazate son prácticamente la misma, de mediados de enero a mediados de mayo. El venado no hace daño a los sembradíos, pero en septiembre y octubre es cuando más bajan el puerco, el tejón y las palomas a los maizales y en esos meses no se les puede matar, es tiempo de veda. Los menonitas conocen cazadores que buscan ir en verano y otoño, ¿pero cómo invitarlos, si en esos días no tienen cintillos?

--Que no maten ni un pavo, ni un venado, nada, sólo esos tres bichos que nos hacen daño. Eso sería una gran ayuda –pide.

En los periodos permitidos, las especies que tienen mayor demanda son el pavo ocelado y el venado temazate, para el cola blanca hay muy poca. En los últimos dos años, Semarnat les ha dado cintillos para cazar en cada temporada diecinueve venados cola blanca, trece temazates rojos, diez pecaríes de collar, veinte pavos ocelados, veinte coatís, ocho tepezcuintles y veinte hocofaisanes. Aparte, tienen permiso para otros veinte cola blanca para uso comercial, veintinueve pecaríes y treinta y siete pavos ocelados, que venden vivos para pie de cría.

Los menonitas únicamente perciben dinero por la venta de cintillos, ya que no permiten que ningún extraño duerma en la comunidad. Así que los cazadores se hospedan en Cano Cruz, donde los lugareños también se benefician de alguna forma de los turistas cinegéticos que persiguen animales en Las Flores.

Mas lo económico no es el único beneficio que les proporciona tener una UMA. Por ejemplo, los letreros que les ha dado la Comisión Nacional Forestal (Conafor) les han ayudado para que toda la gente que entra en sus terrenos se entere de que en ese sitio está prohibida la cacería ilegal. Con esto resolvieron en gran parte el problema de los furtivos, quienes ya no se aventuran a entrar por las noches.

--Mayormente la gente lo respeta. Y como los vecinos ya también tienen UMAS, ya saben que no deben ir a tirar en la tierra de los otros; no se vale, nosotros nunca lo hemos hecho –dice Diedrich.

No quitan el dedo del renglón e insisten en que la cantidad de animales que ya tienen bien aguanta que las autoridades les incrementen la cuota de cintillos.

--Pienso que podemos dar mucho más, porque tenemos aproximadamente tres mil pavos y me dan para cazar como veinte, no es nada frente a esos miles. Pero ponle que no hay tres mil, que haya mil y sólo me dejan cazar veinte. Yo diría que con cincuenta no le hago ningún daño a la población, porque de preferencia el cazador quiere puro cantor, de los viejos que tienen espolones grandes; entonces cincuenta me sirven para matar lo pavos viejos y dejar los juveniles como pavos pa’ las pavas. El cazador nunca se lleva una pava –explica.

Tío y sobrino sostienen que si les aumentan la cuota, tienen mercado, hay demanda suficiente. Aquí toda la gente está muy contenta, muy a gusto con lo de la UMA. Lo único es que dicen que “si más protegemos, más cuidamos y la tasa no aumenta, entonces ¿pa’ qué trabajamos?”


*****

CAPÍTULO 5

Los cazadores

Hubo un tiempo en el que en México se permitía la caza del jaguar, el rey de la selva del sureste. En febrero de mil novecientos cuarenta y cuatro, José María Sansores Abraham sirvió de guía al primer grupo de cazadores extranjeros que le tocó atender en Campeche para perseguir al felino. Así inició un negocio familiar que perdura hasta la actualidad.

Ese mes y ese año, en la capital del estado le nació un hijo que bautizó como Jorge Luis y al que inició en la empresa del acecho cuando cumplió los diecisiete años de edad. Hoy, aquel niño es un hombre de sesenta y dos que, al igual que su padre con él, temprano enseñó a su hijo Roberto los secretos de su oficio tan lleno de emociones, de adrenalina, de paciencia, de misterios.

 En aquellos días, a mediados del siglo pasado y durante varias décadas más, en el norte del continente y en Europa había un gran mercado de cazadores que venían a la selva del sureste mexicano para cazar al cazador, el jaguar, uno de los trofeos más apreciados. Pero ya también buscaban puma, pavo ocelado, hocofaisán, venado temazate, cojolite, jabalí de labios blancos y de collar, y alguna fauna pequeña como el tepezcuintle y el aute.

 Durante muchos años don José María y su hijo Jorge Luis tuvieron un campamento en el sitio conocido como la Aguada Seca, en el sur del estado, y de ahí se desplazaban por varias regiones hasta Calakmul, que hoy es Reserva de la Biosfera, y aún más al este, pero siempre cerca de la franja fronteriza con Guatemala.

De eso vivieron durante años, al igual que otros, y casi acabaron con el jaguar poniéndolo en peligro de extinción. Hasta que en abril de mil novecientos ochenta y siete la entonces Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología decretó la veda indefinida de la caza del felino, obligando a estos prestadores de servicios de aprovechamiento cinegético, como hoy se les conoce a los guías, a replantear su trabajo. Pero el mercado europeo se les cayó totalmente, debido a que lo que ellos buscan es caza mayor. Ahora rara vez vienen.

--A causa de la prohibición, el giro del negocio que manejamos cambió radicalmente. A partir de entonces, la fauna principal que tenemos como atractivo para el turismo cinegético es el pavo ocelado, en primer lugar, y de ahí le sigue el temazate y, para los coleccionistas, el hocofaisán, el cojolite y el jabalí de labios blancos. Pero han empezado a darle mucha importancia a los venados que hay en el país, que son tres en total, y de los cuales todos los tenemos en esta región, que son el cola blanca yucatenensis, el temazate rojo y el temazate gris. Ya se toman como trofeos y se están incluyendo en el libro de récord del Safari Club International –explica Jorge Luis Sansores.

Desde hace varios años don José María dejó de trabajar y Jorge Luis se hizo cargo del negocio. Este ha sido el trabajo de toda su vida, lleva cuarenta y cinco años ejerciéndolo y hoy es el principal prestador de servicios de aprovechamiento del estado. A lo largo de todo este tiempo, se ha forjado un nombre y un prestigio, tanto dentro y fuera del país, como guía de cazadores. En varias ocasiones ha aparecido en la revista especializada Hunting Report, donde los cazadores reportan el éxito o fracaso de sus aventuras cinegéticas. 

El grueso de su clientela proviene de Estados Unidos, donde la industria de la cacería mueve entre ochenta y cinco mil y noventa mil millones de dólares cada año, según afirma Jorge Luis. Allá ha desarrollado una red de conexiones en Kentucky, Nueva York, California y Missouri, entre otros estados. Y también de vez en cuando lo contactan aficionados de España, Alemania e Italia.

 

Otra parte de su mercado, mucho más pequeña, proviene del país, básicamente de Coahuila, Nuevo León, la Ciudad de México y otros lugares del centro de la república.

--Tengo la suerte de que el mercado nacional que manejo es un segmento muy marcado de gente muy bien educada. No estoy hablando de personas de mucho dinero, sino de gente bien educada, de cazadores deportistas que realmente saben lo que hacen –explica.

Jorge Luis conoce bien su negocio. Se promociona a través de una página web en Internet, se anuncia en las publicaciones temáticas Turkey Magazine y Turkey Call, que maneja la National Turkey Federation; y a las ferias cinegéticas en la Unión Americana asiste su representante, ya que sabe que el ciudadano estadounidense prefiere hablar y entenderse con otro estadounidense, eso le da más tranquilidad y certidumbre. Aunque hay quien lo contacta directamente, formalizan un contrato y el cazador debe hacer un depósito a manera de adelanto. Una vez conseguidos en México los permisos necesarios, el cliente llega a Campeche y le dan todo el servicio, que incluye la transportación del aeropuerto al campamento, hospedaje, alimentos, bebidas no alcohólicas, transportación durante y dentro de las cacerías, guía personal, preparación de los trofeos para que se los lleve al taxidermista y los documentos para que pueda hacer legalmente la importación a su país.

--Nosotros  siempre estamos supervisados por las autoridades, por la Profepa; nos vanagloriamos de ser el único campamento que está a la vista de todo mundo, a la orilla de la carretera, que todos saben dónde estamos, que las autoridades nos pueden venir a ver a cualquier hora del día o la noche, y eso solamente se puede conseguir de una manera, la más sencilla de todas: estar en regla –dice.

La mayoría de los permisos que requieren los otorga Semarnat, que es una entidad normativa a la cual se le presentan los estudios realizados, los evalúa y, en su caso, da las autorizaciones para las UMAS y las cuotas de caza en cada una de éstas, cuidando que los aprovechamientos se den de manera sustentable. Por su parte, Profepa es un órgano ejecutivo, de vigilancia, encargado de supervisar que todo se esté cumpliendo correctamente, o de sancionar cuando se estén violando los ordenamientos, de acuerdo con la ley.

Un cazador extranjero necesita contratar a un prestador de servicios de aprovechamiento avalado por la Semarnat, aunque el titular de la UMA puede fungir como tal. Dicho prestador de servicios debe cerciorarse de que la UMA en la que se llevará a cabo la actividad cuente con la tasa de aprovechamiento otorgada por la misma dependencia, los respectivos cintillos de cobro cinegético que amparan la cantidad y las especies autorizadas para su aprovechamiento, así como el certificado CITES (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres) de exportación y el de origen correspondientes, para ingresar a su país los trofeos que así lo requieran.

En tanto que uno nacional no requiere de la contratación de un prestador de servicios. En su lugar necesita una Licencia de Caza Deportiva otorgada por la Semarnat y la autorización del dueño de la UMA que cuente con una tasa de aprovechamiento y los cintillos de cobro cinegético correspondientes.

Cuando el grupo de tlaxcaltecas llegó a la selva campechana para fundar el Centro de Población Carlos Cano Cruz, al igual que los menonitas de Las Flores, Jorge Luis tenía muchos años de llevar cazadores a la región. Y cuando los inmigrantes convirtieron sus tierras en UMAS, les propuso que también las explotaran como ranchos cinegéticos.

Primero fue con la gente de Aurelio y, una vez experimentado el éxito y los beneficios que les deja la cinegética, tanto económicos como de conservación de los animales, el mismo Aurelio le ayudó a entrar en contacto con los menonitas.

--Los menonitas tienen una idea un poquito diferente de las cosas. El menonita no sabe parar de trabajar. Su religión es el trabajo en el campo y ellos van a laborar de sol a sol, todo el tiempo –dice.

Con ellos trabajan con base en la confianza y amistad. No hay otra manera de hacer negocio con los menonitas que, como siempre están en la labor, por todos lados, en cualquier parte, todo el tiempo, no hay momento en que no sepan por qué zona de sus tierras andan los cazadores y qué están haciendo. Son como vigilantes involuntarios.

--Volvemos a lo mismo. No hay nada oculto, no hay nada que no esté llevado perfectamente a la vista de todos ellos. Están totalmente enterados de que vamos a ir, cuándo vamos a ir, cuándo vamos a salir, quién entra, quién sale y siempre he creído que las cuentas claras son las que conservan las buenas amistades –asegura.

Inclusive, la condición para que aceptaran la caza en su comunidad fue que ellos no estuviesen directamente involucrados, pero que sí estuviesen enterados al cien por ciento de todo lo que se estuviese llevando a cabo. Y así se hace. Esto es algo que llena de orgullo a Jorge Luis, saber que Las Flores es la primera colonia menonita a nivel nacional que constituye una UMA y permite el acceso de cazadores en sus terrenos.

Él trata con Gerardo Froese Wiebe, de quien es amigo, pero con los demás también se lleva bien.

--Son gente de fácil trato si los tratas de corazón. Son personas extraordinariamente sencillas, muy derechas, escamada porque les han hecho de todo, pero que cuando encuentran que la cosa está bien, que es amistad lo que les ofreces, son muy leales y muuuuy amigos. Una de las cosas que su religión no les permite es el acceso a su casa y cuando tú logras que uno de ellos te diga: “mi casa es tu casa”, es lo máximo que puedes esperar de ellos. Y eso nos ha pasado a Aurelio y a mí –dice.

De esta manera se tejieron estas historias de éxito de vida silvestre, en las que cada uno de los actores ha jugado y continúa jugando un papel fundamental. Porque, sin las UMAS y el consentimiento de las comunidades, el prestador de servicios no tendría a dónde llevar a los

cazadores; y, a su vez, sin el prestador de servicios, que es quien tiene los contactos e inicia todo el proceso de mercadotecnia y comercialización, las UMAS no sabrían cómo conseguir a los cazadores. Así, el prestador de servicios se constituye en el puente que une al producto con su potencial comprador.

--No voy a hablar de mí, exclusivamente, sino del prestador de servicios en general. Es necesario. Tiene la infraestructura, la preparación, los contactos, el conocimiento para manejar las situaciones internacionales y también el reconocimiento de que el cazador estadounidense confía en los servicios que se prestan. Tal vez, si no existiese esa conexión, las UMAS pudiesen captar algunos cazadores nacionales, pero está visto en otras que el número es mínimo y que la corresponsabilidad no es la más adecuada –comenta Jorge Luis.

Sin embargo, no es un trabajo fácil. Exige comportarse de manera correcta, con ética y estrictas normas de conducta, ya que el mundo del cazador es muy reducido, donde las cosas buenas tardan mucho en llegar, pero las malas se conocen enseguida. Además, es un empleo estacional en el que hay que compaginar una temporada con otra para tener trabajo constantemente. Y así viven, siempre persiguiendo animales, acechándolos, ganándoles y tomando como trofeo su piel y su vida. En septiembre se van a cazar aves acuáticas a Champotón y en diciembre continúan en Palizada, donde la veda comienza en febrero; de noviembre a marzo también hay acción con las palomas; en noviembre y diciembre cazan cola blanca y de febrero a mediados de mayo se abre la temporada de temazate, pavo ocelado y demás fauna.

Jorge Luis trabaja en cinco UMAS, en tres como prestador de servicios y en dos que son de su propiedad. Las primeras son Carlos Cano Cruz, en el municipio de Campeche; Las Flores, comunidad menonita, en Hopelchén; y en el ejido Nuevo Becan, municipio de Calakmul. Cano Cruz y Las Flores son colindantes, por lo que la línea que las divide, al mismo tiempo es la frontera entre sus respectivos municipios. Y las segundas son Bahía de la Mala Pelea, en el Valle de Yojaltún, municipio de Champotón, y Umul, en el municipio de Campeche, donde está comenzando a desarrollar un rancho cinegético.

En el estado hay muchas más UMAS, pero Jorge Luis prefiere abarcar poco y cumplir con satisfacción, a tratar de incorporar mucho y no quedar bien con ninguna.

--El desarrollo que hemos tenido en estas tres UMAS es muy halagüeño y todavía no hemos logrado que la demanda rebase a la oferta, porque en el momento que esto suceda, inmediatamente tendremos que utilizar otras superficies, porque todo se basa en hacer un aprovechamiento sustentable, razonado, para mejorar el hábitat, tanto de flora como de fauna –dice.

Las UMAS trabajan en exclusividad con el prestador de servicios, buscando tener una relación beneficiosa para ambas partes. Las comunidades aportan la tierra y los animales; en tanto que, aparte de conseguir a los cazadores, el guía se encarga de lo relacionado con documentación, estudios, planes de manejo y todo lo que tenga que ver con aspectos legales.

Por cada cazador, la UMA recibe tres mil trescientos pesos, pero si consigue su presa y quiere otra, debe pagar de nuevo la misma cantidad por otro cintillo, dinero que es para la comunidad.

Pero el dinero no es el único beneficio que obtienen. El deporte de la cacería también se constituye en fuente de empleos. Entre cocineros de primer nivel, ayudantes de cocina, meseros, choferes, guías para los cazadores y vigilantes, el prestador de servicios utiliza entre doce y dieciocho personas, dependiendo de la cantidad de cazadores que conformen la expedición.

--En la cocina son dos cocineros, un mesero y un ayudante; por cada vehículo, y son cuatro, un chofer; y por cada cazador, un guía. Aparte hay dos personas del ejido que se mueven con nosotros para la vigilancia tanto de nuestras actividades, como de que no haya contratiempos y que no nos salgamos de los terrenos que nos corresponden, además de mi hijo Roberto y yo. Todos perciben un sueldo –comenta.

En el estado, él es el único que se dedica a esto, pero hay alrededor de ocho más que vienen de otras entidades, de Yucatán, de la Ciudad de México y hasta del norte del país. Estos prestadores de servicios vienen en las épocas de aprovechamiento, lo cual no le significa competencia a Jorge Luis y, por el contrario, ayuda a que Campeche sea más conocido y a que haya una mayor derrama económica en otras comunidades.

Aunque la oferta sigue siendo superior a la demanda, a través de los años la concurrencia de cazadores ha ido aumentando paulatina y significativamente, lo cual es resultado de prestar un buen servicio, no solamente en Cano Cruz y Las Flores, sino también en las demás UMAS que están trabajando bien. El año pasado se vendieron doscientos cincuenta cintillos de pavo ocelado entre diecisiete comunidades. Por esto pugnan porque cada año se les aumente la cuota de aprovechamiento, tanto para evitar la sobrepoblación de especies, como para tener mayores utilidades.

Este tipo de cacería, por su costo, es una actividad para gente con un promedio de vida alto. La mayoría de los cazadores que viajan a Campeche son hombres de negocios o profesionistas, gente educada con la cual es fácil trabajar.

--Esto no quiere decir que no vengan maestros de escuela, empleados o gente con trabajos más modestos. Lo que procuramos al hacer los paquetes es ofrecerles que, si traen determinado número de cazadores, ellos pagan sólo sus gastos personales, como trofeos y propinas. Eso les hace mucho más atractivo y más fácil el acceso –aclara.

El costo de uno de estos paquetes, que incluye desde el boleto de avión, hoteles, traslados, alimentos y cintillo de cobro, es de entre cinco mil y seis mil dólares por persona, cinco noches, seis días, de domingo a viernes. Es un precio un poco alto para los estándares internacionales, pero no está fuera de mercado, ya que prácticamente incluye todo, hasta propinas.

Otro punto a favor es que la cacería no es una práctica de hombres solos, sino que se puede convertir en una actividad de pareja o hasta familiar. Si un cazador viaja con su esposa, quien no participa en las persecuciones, se le hace un fuerte descuento con el que la señora solamente paga

de setecientos a ochocientos dólares por hospedaje y comida; aunque hay casos en que quien caza es ella y el marido viene de acompañante.

--En dos mil cinco hicimos una encuesta y un conteo a nivel de Semarnat y se lo mostramos al secretario de Turismo de Campeche, Jorge Luis González Curi, que fue lo que lo convenció, sobre la derrama económica que hubo en las UMAS. Se tomó en consideración a ciento veinte cazadores extranjeros, no se tomaron en cuenta nacionales ni locales. La cantidad superó los cinco millones de pesos. Estoy hablando exclusivamente de lo que fueron sueldos, pagos por cintillos, costo de gasolina, compras y demás. Pienso que fue un poquito bajo porque no todas las UMAS dieron sus costos bien, pero ya se logró repartir más de cinco millones de pesos –afirma.

--¿Y qué dijo González Curi? –le pregunto.

--Prometió ayudarnos, incluir en sus folletos a la actividad cinegética como un atractivo turístico del estado. En noviembre pasado, el director general de Vida Silvestre de Semarnat, Felipe Ramírez Ruiz de Velasco, hizo una presentación ante la Cámara de Senadores, donde dio las cifras de todo el país, y los números son bastante halagüeños. Pero muy bajos aún si comparamos con lo que puede llegar a ser; lo único que nos falta es trabajar como lo estamos haciendo y continuar con el apoyo que hemos recibido de la Semarnat y de la Profepa. Y no estoy hablando de regalar nada, no, sencillamente de facilitar y promover las cosas, como lo han estado haciendo. Hay que aplaudir el cambio de actitud de esas autoridades –responde Jorge Luis.

En el ramo de la cinegética, México está junto a uno de los mercados más grandes del mundo, como es Estados Unidos. Pero también en ese país tiene a su principal competencia, así como con Centro y Sudamérica en el caso de caza mayor. En cuanto a aves, el principal adversario es Cuba. Debido al bloqueo económico y comercial decretado por la Unión Americana contra el gobierno del presidente cubano Fidel Castro desde mil novecientos sesenta y dos, sus ciudadanos no pueden ir a la isla, pero algunos lo hacen para, entre otras cosas, cazar. Igualmente, en algunos lugares de centro y sur del continente aún está permitida la caza del jaguar, pero sus pieles no pueden ser importadas a territorio estadounidense. Los cazadores solamente se toman fotografías con el animal muerto o intentan meter de alguna manera ilegal el trofeo a su país, pero no es fácil y sí riesgoso. Estos son dos factores que México debe aprovechar para captar a más cazadores de esa nación, para que vengan a atrapar las especies que aquí están permitidas y que pueden llevar a sus casas sin ningún problema.

No obstante, en nuestro país la normatividad sigue siendo un obstáculo para que esta actividad desarrolle todo su potencial. Una de esas barreras es la serie de requisitos que deben cumplir para poder traer sus armas.

--En este tema se ha avanzado bastante, pero no lo suficiente. Y lo malo es que, de aquí a que el zacate crezca, ya la mula se murió. Hasta donde es posible los cazadores tratan de evitar traer su arma porque es un gorro, costosísimo. Para empezar, de este lado del país las escopetas únicamente pueden entrar por Yucatán, ya que para obtener el permiso hay que ir a Valladolid, que está a más de doscientos kilómetros de Mérida, porque ahí se encuentra la base militar que otorga los permisos. Eso te eleva los costos una locura. Pero a favor puedo decir que el tabú aquél que existía de hablar de la actividad cinegética ha ido cambiando, y de que ya hay el reconocimiento de que esto es una promoción turística, también –dice.

En Estados Unidos, donde hay una gran cantidad de clubes cinegéticos, existen tres slams en la categoría de guajolotes: el Turkey Slam, el Grand Slam y el World Slam. El primero incluye las cuatro subespecies que hay en ese país; el segundo añade una quinta subespecie, que es la Gold, del norte de México; en tanto que el tercero abarca hasta la sexta subespecie, que es el pavo ocelado, por eso es una pieza muy codiciada por los cazadores de esta rama. Las armas que más usan son las escopeta y el arco.

Un día de caza en la selva campechana inicia a las tres de la mañana, cuando todos se levantan. Desayunan ligero, jugo, fruta, café, pan tostado con mermelada y mantequilla, cereal, leche y, si alguien lo pide, huevos o hot cakes, pero es muy raro porque es demasiado temprano. Una hora después salen a cazar y regresan a la casa entre diez y once de la mañana, cuando el sol ya calienta. Se refrescan y almuerzan ligero, filete de sierra al carbón, ensaladas, arroz y frijoles. Cuando terminan, a descansar, a tomar una siesta. Por la tarde regresan a la cacería y vuelven cuando oscurece. En la noche se les sirve la comida fuerte, camarones, cangrejo, macarrones, arroz con mariscos, filete de corvina a la plancha, pollo pibil o pechuga de pavo ocelado a la plancha; de postre, frutas como sandía, melón, piña con miel y ron, flan, mango o durazno y, si el calor aprieta mucho, helados de vainilla y chocolate. No hay duda, comen bien, y los cocineros de Jorge Luis son excepcionales. Tienen un sistema de comida internacional regionalizada, por decirlo de alguna manera, porque evitan el exceso de grasas y azúcares; sin ser una comida dietética, la mayoría es de fácil digestión. Evitan cualquier tipo de cambio demasiado brusco en su alimentación y procuran siempre que todo esté de primera calidad, los mariscos muy frescos. A veces hay requerimientos especiales y están abiertos a cualquier cambio que sea necesario.

Por política de la empresa no venden alcohol. Pero desde el momento de hacer el contrato se les aclara que pueden traer lo que deseen tomar. Sin embargo, Jorge Luis siempre tiene en la casa cerveza, tequila, ron y lo necesario para preparar Margaritas. Eso no se les cobra, la intención es que no se sientan en un bar, sino que en la última hora del día, en el momento del relajamiento, cuando frente a una copa comentan las incidencias y emociones de la jornada, esto fluya como una convivencia familiar o entre amigos, donde cada quien se sirve lo que quiere, sin tener que pedir una cuenta y pagarla.

--La idea es hacerlos sentir que están en su casa. Nada está bajo llave, todo está abierto; ellos pueden pedírselo al mesero, porque hay quien los atienda, o tomarlo ellos mismos a la hora que quieran, sin que haya nadie cobrándoles –explica.

El tema del alcohol no es complicado, por la dinámica misma de la actividad. Los cazadores son gente que no pierde de vista que viajaron miles de kilómetros e invirtieron muchos dólares para conseguir un trofeo. Se levantaron a las tres de la mañana, terminan de cenar a las diez de la noche y se tienen que levantar de nuevo a la misma ahora, así que no tienen mucho tiempo para

beber. Se toman una o dos copas, platican un rato y ya lo único que quieren es dormir. No hay espacio para fiestas.

--Cuando llegan en la noche, mientras se sirve la cena, se preparan un Margarita, se toman una copa o dos... ¡tres!, cuando mucho. No hay la oportunidad de meterle demasiado duro. Están enfocados al trofeo que vienen a buscar. Se acuestan temprano y el lapso de sueño es corto, que compensan con una o dos horas más cuando el bochorno se los permite al mediodía. Pero si a eso le anexas el movimiento, la caminada, la cacería y el calor, pues el que llega aquí a las ocho de la noche lo que quiere es cenar, un baño y a dormir –platica.

Además, la cacería es una experiencia muy tensa, pero agradable, de mucha adrenalina. Sabiendo esto, lo que Jorge Luis busca es brindarles confort, limpieza, atención, buena alimentación y, sobre todo, que todo esté a punto y a tiempo.

--Una de mis mayores satisfacciones es cuando, a la hora de salir, mi equipo y yo tenemos que esperar al cazador. Para mí eso es un éxito. Y un fracaso cuando el cazador está listo y mi gente no está preparada. Siempre les hacemos hincapié en que mis servicios los divido en tres partes para tener cien por ciento de éxito: la mitad se la doy al campamento, que es comida, servicio, transportación, guías y descanso; veinticinco por ciento se lo doy a la compañía. Generalmente ellos vienen con un grupo de amigos que es la compañía y, si no, pues se la tenemos que proporcionar nosotros. Y la otra cuarta parte es la fauna en sí. Así que aun en el supuesto caso de que tuviésemos una tormenta enorme y no pudiésemos salir a cazar, tenemos la obligación de proporcionar el otro setenta y cinco por ciento. Que no falte comida ni bebida, que todo sea de primera calidad, que todo esté perfectamente limpio, extremadamente cuidado y en punto –explica Jorge Luis.

Para el guía todos los cazadores son iguales, no hay unos más difíciles que otros, sin importan de dónde vengan. Tienen el perfil de ser gente educada, deportista y conocedora de la actividad. Hablan el mismo idioma, el de la cinegética, por eso la constante es una actitud de compañerismo, ya que esta afición conlleva ciertos riesgos. Debido a esto, se rigen bajo reglas inquebrantables que todos están obligados a cumplir para evitar accidentes, sin excepción. Por ejemplo, no permiten, bajo ninguna circunstancia, un arma cargada en el campamento; las escopetas se cargan en el momento de llegar al lugar de la cacería y se descargan antes de subirse a los vehículos para regresar. La gran mayoría de los cazadores que vienen, así como los guías, que llevan de quince a veinte años haciendo el trabajo, son gente muy experimentada y eso disminuye considerablemente cualquier peligro.

--Eso no quiere decir que no nos toquen algunos difíciles, pero tenemos la clave mágica para hacer que el cazador dificultoso se vuelva fácil: “Sí, señor, usted tiene razón”. Ante eso no hay nadie difícil –asegura.

Jorge Luis ha tomado cursos intensivos de primeros auxilios y de mecánica. Aunque los cazadores suelen cargar con sus propias medicinas, en el campamento tiene todo tipo de medicamentos para atender emergencias como algún piquete de insecto. Los alacranes de la región no son venenosos,  aquí el peligro del campo son la víbora y la abeja, para la gente alérgica. En cada uno de los vehículos que sale a cazar va un botiquín con suero antiviperino, epinefina para los piquetes de abeja, antiácidos, paracetamol, isorbil, pastillas sublinguales para el corazón y gotas para los ojos, entre otros medicamentos. En la casa tienen el complemento de antibióticos, antitusivos para la tos y antigripales. Para una eventualidad mayor, Cano Cruz está a una distancia de ciento cinco kilómetros de la ciudad de Campeche y Las Flores a ciento veinte kilómetros, de setenta a noventa minutos en promedio, donde hay todo tipo de servicios de hospital, además de que en los pueblos vecinos hay un par de sanatorios rurales, con médicos las veinticuatro horas del día.

El año pasado, al socio estadounidense de Jorge Luis le dio un infarto estando en Cano Cruz. Lo llevaron a la capital, entró a terapia intensiva, salió del infarto y después se lo llevaron a su país. Ese tipo de imprevistos sucede muy rara vez. Curiosamente, no obstante todos los cuidados que ponen a la hora de elaborar el menú, el principal problema que enfrentan es la “Venganza de Moctezuma”, lo cual tratan de evitar dándoles en la comida potasio y sal para prevenir la deshidratación.

Para Jorge Luis, que toda su vida ha sido guía de cazadores, la creación de UMAS y ranchos cinegéticos en las comunidades de emigrados tlaxcaltecas y menonitas ha sido todo un éxito, tanto por la conservación de la fauna que se ha logrado, como por los beneficios económicos que éstas obtienen.

--Nosotros ya somos un ejemplo de lo que se puede lograr. No es lo que se va a hacer, ya se está haciendo y funcionando de acuerdo al esquema original, que es con la comunidad involucrada en todo. De que lo que existe en este lugar es aprovechado por su gente. Creo que éste ha sido el éxito más notorio que hemos tenido en estas dos UMAS. Los logros que hemos obtenido en cuanto a la conservación de la biodiversidad, lo que se ha conseguido en cuanto al aumento de la fauna, que es increíble. Y de que las comunidades están recibiendo los apoyos y beneficios del aprovechamiento sustentable –sostiene enfáticamente.

Por todo esto les están agradecidos a Jorge Guerrero, antiguo responsable del tema de vida silvestre en la delegación de la Semarnat en Campeche, que fue ascendido y enviado a Saltillo, Coahuila, como director de Vida Silvestre del gobierno de ese estado; a Ramón Dimas Hernández, ex delegado federal de la Semarnat, quien apoyó el desarrollo de las UMAS en la entidad; y a Carlos Martínez León, de Profepa.

--Yo creo que mucho de lo que tenemos se debe a que las autoridades han abierto estas alternativas y todos nosotros hemos puesto un granito de arena  –puntualiza Jorge Luis, un exitoso prestador de servicios de aprovechamiento cinegético en Campeche.

*****  *  *****

Primero edición: 2006 octubre

Editado por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales

Modificado el ( jueves, 01 de noviembre de 2007 )